lunes, 13 de diciembre de 2010

Memorias de un hombre común

Diciembre veintiocho de dos mil seis
Día de inocentes. Hoy se exalta esa virtud que se pierde con el primer pajazo. Después todos somos culpables, como dicen por ahí unos nerones que no se lavan las manos aunque sí sus fortunas. No hay día de culpables porque no es una virtud de pocos, así todos no alcancen a incluirse. Quedan inocentes y con estos hacemos la fiesta.

Al maestro Aranda, herrero, le preguntaron por teléfono que si tenía huevos de plomo. El maestro, más inocente (¿inocente?) que un ganso, dijo que no; que por la artritis tenía que caminar lento y encorvado.

-Aló ¿El señor Próculo González?
-Sí, a la orden.
-¿Me puede decir cómo se escribe su nombre?
-Pues mire, zoquete, primero ponga Pro y después pone el culo.



Más allá de la Calle del Cacho, yendo para Pandiguando, quedan las colchonerías. Para un veintiocho de diciembre gente desocupada, que hay hasta en los parques, le cambió el aviso a una colchonería que quedó así:

         COLCHONERIA EL COLCHON
SE HACEN COLCHONES ACOLCHONADOS
         REBAJAS DEL 20% Y NO ES PAJA.

También le cambiaron el aviso a una panadería:

         PAN CON VENDAJE
         PAN  A  VEINTE
         VENDAJE A CINCUENTA

sábado, 13 de noviembre de 2010

Memorias de un hombre común

Diciembre primero de dos mil seis
Comienza el declive de un año viejo; comienza la gente a crear el ambiente navideño como posibilidad cierta de felicidad -la plata alcanza para comprar regalos y trago, después de pagar las deudas- o como oportunidad de goce  -se puede amanecer en otra parte y no lo regañan-. Viene la transformación de los seres humanos, de huraños: pendencieros durante diez meses y medio, en simpáticos conciliadores de diciembre y enero, cuando la parranda obliga. Es muy fácil en diciembre desplegar una sonrisa al mayor desconocido y éste devolverla como el amigo de toda la vida. Las mujeres están predispuestas a aceptar todo tipo de invitaciones -claro, depende del tipo-  y los hombres a no desaprovechar este mes de cuadres y despelotes.

Diciembre es un mes de excepción; es el mes de los balances y de los buenos propósitos. El mes de la feliz navidad y del feliz año nuevo; el mes de los recuerdos y las nostalgias, pero sobre todo de los bailes interminables y las bebidas gratis.  Aquí en Popayán comienzan a desfilar los platos de nochebuena entre las amistades frecuentadas por años y aún no dispersas por bochinches. (Los bochinches se vuelven revistas de farándula en la medida en que las ciudades crecen.) Los manjares de la navidad son bandejas llenas de porciones de dulces que se cruzan, entre La Pamba y el Cacho; entre el Valencia y Pandiguando; entre La Esmeralda y el Bolívar; en fin, platos en competencia de gastronómica amistad a ver quién los preparó mejor y quién innovó sobre lo ya creado de manjar blanco, manjarillo (es el mismo manjar blanco pero con panela), dulce de coco, de higuillo, de papaya, de piña, de breva, de limón, de naranja, de mora, guayaba y, encima, natilla. Las bandejas se adornan con preparaciones de harina y maíz como hojaldres, rosquillas y buñuelos; es una comilona familiar negada a los diabéticos, asediado por los niños y devorada por los obesos de buenas grasas.

El plato de nochebuena es una obra de arte, superior a las rectas en espiral alucinógenas de Rayo y a las gordas descuajaringadas de Botero.

Durante todo el año, pero con mayor énfasis en este mes, se da rienda suelta al ternero, espléndido plato de gourmet, familiar de la morcilla por la misma razón: es mejor comer y disfrutar sin preguntar cómo se prepara.

Aparecen los músicos más auténticos de la región por la calidad de la música y por la pobreza. (“Eso de ser rico no es para los pobres”.) Se llaman chirimías esos grupos que transportan en reiterada sonajera, tambores, flautas, maracas, carrasca  y triángulo. Encabeza el diablo -da tristeza en vez de miedo- que, al igual que sacristán de parroquia, lleva un colador, rojo como su cola y cachos, que extiende al público para que le echen la limosna. (¡Oh pobreza!, qué infeliz me haces contigo y cuán feliz sin ti.)  La música de la chirimía es la alborada musical de la navidad y la extensión al nuevo año, cuando se repiten las centenarias costumbres de nosotros, descendientes en tracalada de españoles, indios, negros y uno que otro árabe, de volvernos cerdos por dos días, el cinco y seis de enero. Para quienes no nos conocen y pasan por cultos y eruditos esa costumbre es un salvajismo; lo dicen los mismos que aplauden la muerte del noble toro de casta en un circo de arena; lo dicen los mismos que ennoblecen la acción de matar a otros seres humanos en  guerras inventadas por los fabricantes de armas.

El cinco y seis de enero nos pintamos de negro y blanco; nos echamos agua; nos irrespetamos con la mayor decencia; nos ridiculizamos con el mejor humor. Es una terapia que nos permite reivindicar nuestra condición de animales terrestres ajenos, por dos días, a las normas del buen vestir, del buen hablar y cercanos al buen reír, al goce libertino. Después de estas festividades volvemos a la realidad, conscientes de que no vamos a vivir acartonados toda la vida.  
 
Los aguinaldos se acabaron; ya no se practica esa costumbre de poner a prueba la disciplina que no tenemos. Antes las apuestas se hacían, entre un hombre y una mujer, sobre penitencias inventadas como palito en boca (quienes apostaban debían llevar siempre un palito en la boca y mostrarlo cuando lo requería uno de los apostadores; quien no lo mostraba, perdía);  hablar y no contestar (uno hablaba o preguntaba y el otro no debía responder); estatua (un apostador en cualquier momento gritaba ¡estatua! y el otro debía quedarse quieto); beso robado (sobra decir quién ganaba y quién perdía y por qué).

Después de la navidad -trago va y trago viene en carrusel de mezclas- aparece el temible guayabo o resaca -el mundo da vueltas al revés y el aumento de la presión arterial convierte a la cabeza en caldera hirviente de dolor- que sólo se cura comiendo, despacio y temblando, una sopa de tortilla cargada de sales con la encima de un prolongado sueño.

martes, 19 de octubre de 2010

Memorias de un hombre común

Noviembre veintiocho de dos mil seis
Me encontré con Carlos por andar en estas calles amplias y llenas de velocípedos, haciendo lo que hace un desocupado. Carlos es un finquero; siembra y cosecha café; también cría cuyes. Tiene un proyecto para industrializar la carne de cuy y exportarla al Japón, porque a los nipones les gusta comer lo que comen los pastusos. El proyecto ya ajusta cinco años y aún no cuaja; está en la etapa de las degustaciones y las muestras. Yo he dado mi aprobación a las diferentes formas de la carne de cuy; es todo lo que puedo hacer. En Colombia, para el pequeño empresario la menor empresa es grande, porque el Estado no apoya sino que entorpece cuando no obstaculiza.

Me decía Carlos que había sembrado algo así como cuarenta mil matas de café y a los tres meses llegó un técnico de la Federación de Cafeteros a decirle que para alcanzar mejor calidad y cantidad tenía que cortar las matas y esperar que retoñaran. Carlos se quitó el sombrero, se puso colorado y haciendo uso de su mejor repertorio de palabras decentes le increpó: “Señor técnico, ¿usted se ha metido la mano al bolsillo como yo? ¿Usted sabe cuánto me costó sembrar esas matas y cuánto mantenerlas como están? ¿Usted sabe cuánto valen tres meses de trabajo? ¿Usted sabe cuánto me vale a mí retardar la cosecha seis meses o más?”

El técnico, más acuscambao que perro faldero lejos de la falda, sólo atinó a decir que el procedimiento mejoraba la calidad por muchos años. “¿Y a mí qué?”, dijo Carlos, “eso recomiéndeselo a los grandes cultivadores que tienen plata hasta para perder. Yo me quiebro si sigo sus consejos. Dígale a la Federación que si quiere ayudarnos, entonces que presione al gobierno para  que baje los precios de los insumos, porque estos suben pero la carga de café no”.

Al técnico, hecho una marmota, no le quedó otra que darle la razón a Carlos y despedirse sin tomar el chocolate con queso que le habían servido.

Carlos es un enamorado de su proyecto de cuyes enlatados. No desperdicia reunión para informar el estado de su idea. Con decirles que una vez la expuso, en una reunión social, ante dos filósofos que sólo saben comer cuando les sirven, y estos, parpadeando como Kant, comentaron lo trascendente que sería para el hombre, que dejara de pensar con mentalidad bovina -lo que el hombre come se transforma en pensamiento- y  lo hiciera con el apoyo del cuy nativo. Tendríamos un auténtico hombre americano. 

Se inició una discusión divergente donde los filósofos consideraban la posible importancia del cuy en la formación filosófica de Estanislao Zuleta y Carlos planteaba la calidad de la olasa frente al empaque tetra pack. Yo, testigo aislado de estos planteamientos de alto revuelo, me acordaba de que a Estanislao Zuleta le gustaba la morcilla; del cuy no hay la menor referencia en sus conferencias.

Carlos consideraba que si doscientos campesinos de nuestra región hicieran cría de cuyes, en cantidad de mil por cabeza como actividad marginal, se podría alcanzar una primera etapa de producción por dos años mientras se consolidaba el mercado japonés y aquí se aumentaba el número de criaderos. Los filósofos estaban empeñados en atribuir al cuy la importancia americana que le habían dado a la vaca en la filosofía europea.

Yo, embebido de vodka, en la madrugada, confundía cuyes con filósofos y matas de café con morcillas, y fue cuando me dediqué a conversar con la dueña de casa que era ignorante, lo mismo que yo, de proyectos, cuyes, filosofía y morcilla.

Bien retirada la noche, noté que la discusión había finalizado. Al reparar en los protagonistas observé que los filósofos estaban entrelazados en plácido sueño como queriendo apaciguar los fundamentos existenciales del cuy y la vaca. Carlos, con los párpados en la mitad de los ojos, aún balbuceaba horizontal en el sofá, que su proyecto redimiría a esos entumidos de la vereda San Joaquín.     

lunes, 13 de septiembre de 2010

Memorias de un hombre común

Noviembre quince de dos mil seis
Faltando casi un año para las elecciones de alcalde de Popayán, comienzan a salir unos auto-candidatos que nosotros no sabíamos que existían. Son más desconocidos que un billete de cincuenta centavos. También aparecen otros a los que conocemos lo suficiente como para no votar por ellos. De estos últimos es bueno registrar los antecedentes familiares para que vean la catadura que nos pretende gobernar.

Uno de los candidatos tuvo un tío allá en las lejanas tierras del sur. Lo particular de ese tío era que tenía un hijo entelerido, más pendejo que el tal Dawn -ojo que eso se hereda-. En esos tiempos el viaje Balboa Popayán lo hacía un solo bus que salía a las ocho de la mañana; ese mismo bus regresaba al otro día de Popayán a Balboa a las tres de la tarde. En otras palabras, de Balboa apenas se podía salir cada dos días. Pues bien, el señor Ortega, que así se apellidaba el antecedente, tenía listas las maletas quinientos metros más abajo del pueblo para viajar a Popayán con su hijo zoquete. Pero le dio por tomar café y entró a la casa por una tacita, advirtiéndole al hijo que le avisara cuando pasara el bus. Estaba terminando el cafecito cuando apareció el hijo que le advirtió:     “Papá, pasó el bus”.   

Otro candidato tuvo un primo que era concejal de Popayán, pero ese primo era más ordinario que computador con chumacera. Por aquel entonces había un concejal de apellido Concha que tenía  dificultad para mirar por el ojo derecho, por el izquierdo miraba todo al derecho. El ordinario, que no digo el apellido porque de inmediato lo identifican, pidió la palabra en pleno recinto del Concejo para decir: “Estoy totalmente de acuerdo con la posición del honorable tuerto Concha”.

Uno más -de los actuales candidatos a la alcaldía de Popayán- tuvo el abuelo con el agravante de que exhibía un evidente parecido con el papá de la yegua más querida de la casa. Una vez fue a comprar para esa misma yegua una jáquima y el expendedor le dijo: “¿Se la envolvemos o la lleva puesta?” No sobra decir que el expendedor se escapó por una puerta lateral antes de que le llegara el primer madrazo.

Ahora que me acuerdo, aquí en Popayán tuvimos un representante a la Cámara, gran jurista, quien también tenía su defecto físico. No estoy seguro de que alguno de sus descendientes se haya lanzado de candidato a la alcaldía, aunque por allí suena uno con su apellido. No nos disgustaría, porque debemos reconocer que la inteligencia también se hereda.

El antedicho jurista estaba en una reunión social, y como ustedes saben, ya en tragos algunas personas se consideran con licencia para intimar con las personas prestantes. Uno de estos personajes le preguntó a nuestro ex representante:

-¿Doctor Prado, usted no se enoja cuando le dicen tuerto?
-No, yo no me enojo. El que se enoja es el otro cuando le digo hijueputa.

martes, 17 de agosto de 2010

Memorias de un hombre común



Noviembre siete de dos mil seis
¿Por qué las cosas buenas se acaban? Porque favorecen a muchos y perjudican a nadie. Les propongo un ejemplo de esta afirmación: el médico de cabecera. Hasta mediados del siglo veinte, las familias de variada condición -de alcurnia venidas a menos; de origen ambiguo venidas a más- incluían al médico de confianza entre sus miembros.

El médico conocía los males de la familia y también sus fortalezas. Sabía cuándo el hijo adolescente llegaba a la pubertad y qué se le recetaba para calmarle la arrechera que no fuera la muchacha del servicio doméstico. Lo mismo ocurría con las doncellas; era el confidente que tenía autoridad e influencia; lo preferían al cura, dada la incierta inclinación sexual de éste. Era un soporte de los padres; no se acostumbraba, como ahora, de un psicólogo ante la inutilidad paterna para afrontar esos momentos críticos del despertar sexual que es el mismo de la vida. Regularmente el médico programaba actividades recreativas en familia que se disfrutaban con placer; participaba de los asados veraniegos y de los paseos al río, así había escasos enfermos en el círculo familiar. Cuando se presentaban desajustes múltiples por la presencia periódica de algún virus, había que acudir a las infusiones naturales de yerbabuena, toronjil, limoncillo, panela, canela y limón. El médico ejercía la función de consejero para evitar la epidemia o la transformación del virus en cuadro mortal. Era el momento de total reposo y aislamiento de las fuentes frías. Las abuelas traducían las recomendaciones del galeno en una frase clara, precisa y redonda: ¡no hagás disparates!
Esas gripas duraban dos días, hoy las han vuelto crónicas y agresivas.

Cuando la edad hacía mella en el miembro mayor -el tronco de la familia, quiero decir- el médico llegaba hasta la cama a auscultarlo y recetarlo. Del lecho salía para la actividad diaria, vale decir a respirar vida mientras se aplazaba por largo tiempo el encuentro definitivo y mortal con la pelona; tan natural como la vida.

No había la cantidad de médicos que hay ahora, pero ninguna familia estaba desprotegida. A los franciscanos de pobreza (¿qué será peor, un rico venido a menos o un pobre acomodado?) que no tenían familia, ni deudos, ni deudas, les concedían el derecho de ingresar al hospital de caridad que antes de su abolición se llamaba público. Parecía más un restaurante que un dispensador de drogas. Allí les daban buena comida, primer paso para recuperar la salud. “Enfermo que come no muere”.

El médico argentino Rubén Feldman González, postulado a premio Nóbel, respalda mi apreciación del médico familiar que antes que curar invitaba a vivir plenamente, con una teoría que según él es descubrimiento. La percepción unitaria es una función del cerebro que consiste en valorar hasta lo más pequeño de la vida, sin pensar en el pasado o en el futuro. Quien percibe intensamente todo lo que le rodea, empieza a curarse de cualquier enfermedad. (Me acuerdo de Guamal.)

Hoy la cosa es comercial. Si usted está en su lecho de enfermo tiene que levantarse como sea, ir y hacer fila en la llamada EPS -acuérdense: Entierros Por Salario- para que le den la cita; y si está muy enfermo tiene que estar de buenas para que lo atiendan rápido, a no ser que tenga una buena palanca como todo en este país; por ejemplo, ser amigo del consejero del senador, dueño de la EPS. Si consigue que lo atiendan, aparece un médico bisoño -son los más baratos que paga la EPS- que nunca lo ha visto a usted en la vida e inicia un procedimiento de vademécum que es la burocracia más insolente. Al final le extiende una fórmula que contiene mínimo tres tipos de pastillas con varias advertencias: no debe comer lo que más le gusta, no debe beber lo que más le gusta, no debe hacer lo que más le gusta, y la última, que cuando se le acaben las pastillas vuelva para recetarle más e iniciar el camino del vía crucis recorrido. Nunca le dice qué tiene porque el bisoño tampoco sabe. Después de tres de estas visitas sin resultado lo remiten al especialista -cobra más caro pero por lo menos le dice de qué se va a morir- quien, ante la gravedad del enfermo, le ordena hospitalización. No es por exagerar, pero desde que empezaron los síntomas hasta la hospitalización ha transcurrido un año completico.

A mí me parece que la medicina moderna ha fracasado. No está en mi razón entender por qué después de tantos avances científicos -suficientes para haber erradicado todo tipo de dolencias, incluidas las almorranas;  se han desarrollado  nuevas enfermedades y más violentas, que ahora se llaman terminales para no decir incurables. En sana lógica capitalista habría que formularse la siguiente pregunta: ¿A quién beneficia que las enfermedades no desaparezcan? “Piensa mal y acertarás”, lo dice una revista que no es médica pero ayuda a pensar bien. Parejo con la aparición de nuevas enfermedades se han multiplicado empresas multinacionales de medicamentos. Medicamentos que retardan los efectos de las enfermedades pero no los eliminan. Mejor decirlo: medicinas que no curan, atenúan; tratamientos que tampoco curan, dilatan en el tiempo el consumo de drogas y dejan en la ruina al paciente y su familia, que termina fiando el entierro porque toda la plata se la llevaron las multinacionales y sus agentes.






       
Las cosas buenas se acaban -el médico de cabecera; las infusiones naturales; la recreación al aire libre- y son reemplazadas por las dudosas -la caterva de especialistas; las drogas genéricas; la prohibición del trago-. A esto le llamamos progreso.

¡Pendejo que es uno si se lo cree!

sábado, 10 de julio de 2010

Memorias de un hombre común

Octubre treinta y uno de dos mil seis
Día de las brujas y de los niños que los visten de brujas. Algunos padres disfrazan a sus hijos con el atuendo de los personajes que más detestan, es la manera de vengarse de su infancia reprimida por la pobreza. Vi a unos niños vestidos con el traje de Supermán, el héroe gringo -para nosotros es un pelmazo con suerte- capaz de salvar a la humanidad de peligros hipotéticos, y zoquete a la hora de declarar su amor a una mujer. Al pobre Supermán niño le jalaban las orejas para que se subiera al andén, no fuera y lo golpeara un carro; era más indefenso que ulluco ensartado en tenedor.

Desfilaban en pequeños grupos kingkones, curas, soldados, astronautas, barbies, James Bond y su hermano Tangüe; también futbolistas de moda y personajes de la televisión. Todos repitiendo el mismo estribillo: quiero dulces para mí.
A un niño de seis años lo habían convertido en un zurullo; le habían dado varias vueltas a la misma sábana alrededor de su cuerpo y le habían colocado turbante y barba para decir que era algo parecido a Ben Laden, un personaje que le infunde miedo a Bush, otro personaje que desfilaba a su lado indiferente. Por un momento la historia de la guerra es cosa de risa; así debería ser, sólo que, por lo trágica, la guerra es siempre algo serio. Los únicos ignorantes que se otorgan la licencia de tomarla como un juego son algunos padres que inculcan en sus hijos ese llamado espíritu guerrero, que no es otra cosa que propiciar el odio hacia los demás. Son felices disfrazando a sus hijos de policías y militares que, según ellos, son los buenos de la guerra.

Un general de la república, según confirma él, retirado; según mi apreciación, atrincherado porque aún lanza odio bajo eufemismos que él concibe como verdades, pedía solapadamente que los militares mataran sin tener que rendir cuentas a la procuraduría. El argumento principal que sostenía esta petición era el heroísmo del soldado mutilado. Miremos parte de la nueva oración patria que publica nuestro general en un diario de circulación nacional. Allí se invoca a un dios, que no es nada poderoso desde que necesita ejércitos terrenales para su defensa: “Pon caridad en mi corazón para que mi disparo se produzca sin odio”. ¡Qué falsedad! Lo primero que se le enseña a un militar es a odiar y luego a disparar.

Eso que hace nuestro general es lo mismo que hacen algunos de nuestros padres de familia, preparan a sus hijos para que sean dignos militares, que maten sin odio.

¡Pobres muchachos cuando se les rebose la conciencia!

miércoles, 16 de junio de 2010

Memorias de un hombre común

Octubre veinticuatro de dos mil seis
El amigo Guido, quien hace poco llegó de Mántova, Italia, luego de intervenir en la celebración de los dos mil veinticinco años de la muerte del poeta latino Virgilio -para quienes no lo saben por leer sólo las tiras cómicas de Condorito, Virgilio escribió La Eneida, poema costumbrista de la época- me comentaba sobre la intervención de un investigador alemán, quien dictó una conferencia en latín con un argumento central que es político. Sustentado en el poema que acabo de citar, el alemán concluía que después de más de dos mil años todo es igual. Que los problemas de la humanidad son los mismos ayer y hoy y las soluciones que se adoptan son iguales. El hombre, como permanente hacedor de cosas, ha cambiado el aspecto del mundo por acumulación de artefactos. En nuestra vida de hoy estamos llenos de cosas, como aviones y billeteras; automóviles y desodorantes; computadores y pipas de gas; cruceros y palillos de dientes; plasmas y paracaídas;  puentes y aipods. En cambio las relaciones de poder político y sometimiento de clase permanecen intactas. Una clase privilegiada que gobierna y se defiende de sus opositores con las armas a su alcance, que no son pocas; una clase social mayoritaria que es gobernada y sometida a las malas y nunca alcanzará el poder por las buenas.

Artistas que se mueren de hambre, haciendo ver la parte bonita de la vida al resto de los mortales; sólo algunos pocos -no siempre los más talentosos- alcanzan el reconocimiento en vida por gracia de los mecenas de la época, comerciantes y traficantes de esta. Las intrigas palaciegas y las acusaciones de corrupción son idénticas, cambian los personajes y el medio de enriquecimiento. Los crímenes perpetrados por la clase gobernante quedan en la absoluta impunidad cuando no aparece un chivo expiatorio, un entelerido que tiene de criminal el haber estado en el sitio donde el investigador hacía sus pesquisas. Cuando aparece el chivo lo llevan apachichao al matadero y se hace el despliegue de tal forma que los verdaderos culpables son absueltos al erigirse en verdugos.

El investigador alemán, todo parece indicar, tiene razón. Basta que visite esta tierra de poetas y ladrones para que vea que nosotros en breve lapso hemos cambiado para seguir igual. Cada cuatro años elegimos a un presidente que tiene de novedoso que es peor que el anterior y recientemente lo reelegimos para romper esa constante: ahora es igual al anterior. En el Congreso de la república se jubilan los senadores y representantes; el único factor de cambio es la muerte natural. Los elegimos jóvenes cuando son audaces y prometen grandes transformaciones y los seguimos eligiendo hasta la vejez cuando las transformaciones se volvieron estables.

“Hay que defender los cambios realizados; debemos ser rebeldes en oposición a los nuevos rebeldes que todo lo quieren cambiar”.

“¿Quién dijo que no hay revolución en mantener la buena vida? Los términos semánticos nos permiten permanecer rebeldes toda la vida, así diga mi sobrino chiquito, que ya escribe para la gaceta escolar, que yo soy godo. Pues no, el godo es él, que todavía chupa tetero evenfló ”.

En esto somos artistas que no requerimos patrocinador; ¿si ven?, ya no decimos mecenas. Algo ha cambiado; pero todo sigue igual.

viernes, 21 de mayo de 2010

Memorias de un hombre común

Septiembre cuatro de dos mil seis
En nuestro país hay un instituto de seguros sociales, que se creó bajo la hipótesis de prestar atención en salud a los trabajadores cuando esto no era una república neoliberal. Hoy está a punto de ser liquidado el tal instituto, con el eufemismo de que es ineficiente, cuando lo volvieron así precisamente, para poder liquidarlo.

Los politiqueros, que no políticos, nombraron a empleados -aquí el gerente no nombra, apenas obedece- que cumplieron la función de acabar con la institución (es la única que saben hacer, porque cuando de trabajar honrada y eficazmente se trata, los mejores empleados están en las calles haciendo de trapecistas o desplazados)  y lo hacen tan bien -los empleados salidos de las pocilgas politiqueras- que da para muchas historias que no por lo trágicas resultarían hasta graciosas.

Un señor, conocido de medio radial, me refirió su accidente laboral que le inmovilizó el brazo derecho. Acudió al instituto de seguro social para que le agilizaran su pensión de jubilación por este percance. Un empleado, con traje de celador de burdel,  más ilustrado que cualquier médico traumatólogo, pero que a duras penas controlaba el ingreso de los usuarios, le dio la solución que no se le hubiera ocurrido ni al más refinado premio Nóbel: “Señor, comience a utilizar la mano izquierda; para eso la tiene”. El radiofonista, que estaba al tanto de las noticias del fútbol, le comentó, ya en conversación de especialistas, que  los jugadores del equipo de fútbol América de Cali  se habían lesionado, todos,  la rodilla derecha; entonces el entrenador les había ordenado jugar los partidos sólo con la pierna izquierda. El empleaducho, inteligente como un coco, le refutó: “No, eso si no se lo creo”. “¿Cómo que no me lo cree -dijo el radiofonista-, no se ha dado cuenta de que el América está de último?”




miércoles, 28 de abril de 2010

Memorias de un hombre común

Agosto treinta de dos mil seis
Ayer tuve un sobresalto cuando me encontré con una linda dama que rondaba mis profundos sueños en forma de opción. (Me acordé del profesor “Carediablo” cuando una vez en clase de español, para que nos aclarara el término deseo, dijo que eso era como cuando uno compraba la lotería: no debe decirse deseo ganarme la lotería, sino tengo opción de ganarme la lotería.) Pues bien, la dama en mención es el ejemplo preciso de cómo la humanidad es injusta. Tiene belleza, inteligencia, gracia, le gustan los perros, incluyendo esos de ladrar, trabaja y devenga; sabe compartir en cualquier ambiente y además tiene carácter. A pesar de todos esos atributos está sola; (¿o será por ellos?) Cuando hablamos, es una sinfonía de ideas precisas, sin valor agregado como dicen ahora, y si hay que hacer un requiebro siempre es el más oportuno y por lo tanto gracioso. ¡Bendita cualidad! Un amigo que la conoció -ya cargado de años y matrimonios- me preguntaba: “¿los hombres son ciegos?” Tengo mi propia teoría que he compartido con esa preciosura; para sustentarla debo citar algunos episodios que se refieren a ella y a otra dama similar de encantadora.

Una vez nos pusimos contentos con unos amigos en una taberna de ambiente bohemio y música popular; “ya entrados en gastos para qué miramos la cuenta”. Estábamos cruzando la primera fase eufórica que conlleva a la filosófica, cuando cantó el artista preferido de nuestra linda amiga. Todos, amigos comunes, reparamos en su ausencia y decidimos llamarla. Fui comisionado para localizarla utilizando el incómodo teléfono celular -sirve para todo, menos para hablar-; me contestó con un “están bebiendo, vagos”.

-Oí, en este momento está cantando el ranchero ese que te trae y nos acordamos de vos. ¿Por qué no venís?, ¿qué estás haciendo?.
-Pues estoy con mi novio, pero espérenme, lo embolato y ya voy.

Preciso a los veinte minutos estaba con nosotros departiendo y adornando la mesa.

En Fusagasugá, por razones de empresa asistí, hace unos cuantos años, a unas conferencias de actualización, que sirven para conocer gente, disfrutar del balneario y seguir más desactualizado que gerente nombrado por directorio político. Allí nos descrestó una preciosa dama de escasos veintiséis añitos con una charla que valió por todas; tenía más títulos que una página de avisos clasificados, pero sobre todo una gracia que incitaba a apachurrarla. Tuve la oportunidad de departir con ella, en la fiesta de despedida, y estas fueron en síntesis las ideas que cruzamos:
-De manera que estás próximo a jubilarte. (Me puso en el lugar donde los hombres no podemos volver atrás; la conversación no admitía galanteos.)
-Después de conocerte, estoy pensando en pedir prórroga por otros veinte años, le dije, contrariando su advertencia.
-Me parece bien, porque aún estás joven.
-Eso de “aún estás” suena a consuelo tibio. Más bien hablemos de ti, ¿tienes novio?
-No. Los hombres me tienen olvidada.
-Los hombres te tienen respeto, respeto profesional, que en el plano sentimental es miedo.
-¿Cómo así?
-Mirá, los hombres, sobre todo estos intelectuales que te rodean, le tienen pavor a una dama que los supere en sus campos de dominio. Por eso uno ve damas capaces, casadas con zoquetes que no sirven para nada. Los zoquetes no tienen miedo precisamente porque les gusta que los traten como inútiles.
-¡Uy! Ojalá que a mí no me corresponda esa suerte.

El resto del diálogo no viene al caso; en el momento más trascendental tuvimos que suspenderlo  porque llegó el director del seminario y, con ínfulas de conquistador inglés y corbata boyacense (lana de oveja negra), llevó a la dama a la pista de baile con un argumento que me sonó a reproche: “Aquí  hemos venido a bailar, no a conversar”.

Esta es mi teoría: mi amiga, la primera, la de arriba, tiene un concepto definido de libertad. Hace lo que todo ser humano debiera hacer: disfrutar los momentos que más le agradan. Si alguien se incomoda, problema de ese alguien. Tiene el carácter para agradarse a si misma aun en detrimento de quien la corteje, quien las más de las veces no alcanza su nivel emocional. Siempre es cortejada por hombres, que asociando a nuestra estratificación social arbitraria, están en el estrato cero o uno, mientras ella se ubica en el quinto o sexto. Otro tipo de hombres no aspiran a ser subyugados -o solo en las primeras de cambio- sino a subyugar y aquí se produce un choque, cuyo desenlace es la ruptura. Estos son los amigos, nacidos del rompimiento, que eluden después cualquier vinculación sentimental.

Alguna vez me preguntó a manera de consuelo esperanzador:

-¿Crees que estoy condenada a estar siempre sola?
-No estás sola. Lo que quieres es verdadera compañía y esta no es fácil de encontrar. Ningún hombre, de los que conozco, va a entender tu libertad y comprender e integrarse a tu entorno. Pero seguro, llegará. (Aún no sé por qué decía para mis interiores: “mirame bien, lo tenés al frente”.)

lunes, 19 de abril de 2010

Memorias de un hombre común


Agosto ocho de dos mil seis
Un día después del cuatrienio reelegido. La transformación consiste en que al comenzar un gobierno se hacen propuestas de cambio audaces, así no se cumplan; como este mandato es continuación del mismo, los propósitos son tibios, no se ofrecen rectificaciones sino la actuación de “la misma perra con distinta guasca”; además de conservadores nos volvimos godos. Aquí, en este país, hasta los liberales son godos. (Don Carlos Castrillón me decía que él como buen conservador era mejor liberal que cualquier comunista.)

Tapo, remacho y no la amarillo más. No voy a hablar de política.

Hablemos de lo que nos espera en el plano social. En mi caso, he cortado al máximo las vinculaciones bancarias. Dejé apenas la tarjeta de socio de un club sin importancia; las tarjetas débito y crédito las mandé más allá del carajo porque me estaban quebrando; no me alcanzaba ni para el vicio. Y eso es grave. A mis amigos y familiares les recomiendo que ahorren en colchones con cremallera. La plata no se reduce tanto como en una cuenta de ahorros; además tenemos el consuelo de que si se pierde queda en familia y no en manos de banqueros ladrones que no conocemos. Las razones de esta decisión son económicas, que al fin de cuentas determinan algo de tranquilidad social en el capitalismo que soportamos.

Hace algunos años, cuando los banqueros eran honrados -solo robaban en las bolsas de valores-, a nosotros -clientes que individualmente valemos un jijilijui, pero amontonados, según la economía de escala, valemos por un “cacao”-  nos pagaban por tener una cuenta de ahorros con un interés chimbo. Teníamos una libreta que parecía chequera y controlábamos la platica hasta las décimas de centavo. Ahora nos reconocen un interés más chimbo que el de antes, que se desvanece con los pagos que obligatoriamente hacemos del impuesto de uso de servicios y cajero; la libreta la sustituyeron por una tarjeta cuya clave la conocen primero los rateros que uno, para uso de cajero propio que vale medio almuerzo y ajeno que vale dos platos a la carta. Al final del ejercicio
-cuando el sueldo llega a su mínima expresión- le quedamos debiendo al banco, que en un alarde de generosidad nos amplía el cupo, como quien dice nos tuerce el pescuezo de a poquito para llegar a un préstamo que es como correr el nudo del ahorcado cada mes.

Para sostener el vicio, que es tan vital en el ser humano como ingerir cereales -un hombre importante por lo menos debe tener uno-, me vi obligado a jalarle a la mezcla; un trago mezclado es el triple de uno puro. La rasca se demora y le da tiempo a uno de arrepentirse de decir lo que todo borracho dice. A las damas no les gusta esta situación, porque un borracho es cariñoso y atrevido y uno a media caña es más pendejo que seminarista recomendado.            

Estoy absolutamente seguro de que en este cuatrienio repetido se va a incrementar el número de empleados en los semáforos; y como una cosa lleva a la otra, veremos aumentarse el número de semáforos, incluyendo aquellos donde la fuerza pública haya eliminado los vendedores y mendicantes. Claro que para pasar por estos se instalarán cómodos peajes; así tendremos que el dinero en vez de llegar a los desempleados -¿no había dicho empleados, como los califica el DANE?- llegará a alguna oficina burocrática, creada para el fin, que se encargará de despilfarrar los recursos antes de emprender trinadas obras sociales que finalizan antes de empezar.

El panorama social que se nos vino encima indica que si usted es de clase media, lo más probable es que le ayuden a descender para que sea de la alta entre la baja; que si es de clase alta no se preocupe, que los incentivos le permitirán subsistir en el mercado de la abundancia sin sobresaltos; y si es de clase baja, haga de cuenta que está en un despeñadero, la tierra floja y el terremoto subiendo de escala.

La educación y la recreación alcanzarán niveles de clase alta y de hecho la clase alta podrá afrontar este tipo de gastos; pero como esta clase es tan creída, lo hará en el exterior que es más barato y da caché para cargos públicos de libre nombramiento y remoción.

La clase media tendrá que enculebrarse aún más -la mayor de las veces de por vida- con los bancos, propiedad de la clase alta, para darles educación a sus hijos y recreación a su familia. Es una constante de la clase media vivir endeudada hasta los cariocos, pero lo afronta con una gallardía draconiana: “Lo disfruto ahora, así me toque vivir abrochado”.

Para cerrar este círculo social, la clase baja tendrá como educación aprender artes y trabajos menores -exaltados como artes nobles por el nuevo cuatrienio-  que dan para el desayuno pero no alcanzan para almorzar; y la recreación consistirá en ir a lavar la ropa al río más próximo -queda lejos, porque la deforestación secó los afluentes chiquitos- donde un buen chapuzón le hará creer que el mar es de ese tamaño y los tiburones son un poquito más grandes que los guabinos.