martes, 17 de agosto de 2010

Memorias de un hombre común



Noviembre siete de dos mil seis
¿Por qué las cosas buenas se acaban? Porque favorecen a muchos y perjudican a nadie. Les propongo un ejemplo de esta afirmación: el médico de cabecera. Hasta mediados del siglo veinte, las familias de variada condición -de alcurnia venidas a menos; de origen ambiguo venidas a más- incluían al médico de confianza entre sus miembros.

El médico conocía los males de la familia y también sus fortalezas. Sabía cuándo el hijo adolescente llegaba a la pubertad y qué se le recetaba para calmarle la arrechera que no fuera la muchacha del servicio doméstico. Lo mismo ocurría con las doncellas; era el confidente que tenía autoridad e influencia; lo preferían al cura, dada la incierta inclinación sexual de éste. Era un soporte de los padres; no se acostumbraba, como ahora, de un psicólogo ante la inutilidad paterna para afrontar esos momentos críticos del despertar sexual que es el mismo de la vida. Regularmente el médico programaba actividades recreativas en familia que se disfrutaban con placer; participaba de los asados veraniegos y de los paseos al río, así había escasos enfermos en el círculo familiar. Cuando se presentaban desajustes múltiples por la presencia periódica de algún virus, había que acudir a las infusiones naturales de yerbabuena, toronjil, limoncillo, panela, canela y limón. El médico ejercía la función de consejero para evitar la epidemia o la transformación del virus en cuadro mortal. Era el momento de total reposo y aislamiento de las fuentes frías. Las abuelas traducían las recomendaciones del galeno en una frase clara, precisa y redonda: ¡no hagás disparates!
Esas gripas duraban dos días, hoy las han vuelto crónicas y agresivas.

Cuando la edad hacía mella en el miembro mayor -el tronco de la familia, quiero decir- el médico llegaba hasta la cama a auscultarlo y recetarlo. Del lecho salía para la actividad diaria, vale decir a respirar vida mientras se aplazaba por largo tiempo el encuentro definitivo y mortal con la pelona; tan natural como la vida.

No había la cantidad de médicos que hay ahora, pero ninguna familia estaba desprotegida. A los franciscanos de pobreza (¿qué será peor, un rico venido a menos o un pobre acomodado?) que no tenían familia, ni deudos, ni deudas, les concedían el derecho de ingresar al hospital de caridad que antes de su abolición se llamaba público. Parecía más un restaurante que un dispensador de drogas. Allí les daban buena comida, primer paso para recuperar la salud. “Enfermo que come no muere”.

El médico argentino Rubén Feldman González, postulado a premio Nóbel, respalda mi apreciación del médico familiar que antes que curar invitaba a vivir plenamente, con una teoría que según él es descubrimiento. La percepción unitaria es una función del cerebro que consiste en valorar hasta lo más pequeño de la vida, sin pensar en el pasado o en el futuro. Quien percibe intensamente todo lo que le rodea, empieza a curarse de cualquier enfermedad. (Me acuerdo de Guamal.)

Hoy la cosa es comercial. Si usted está en su lecho de enfermo tiene que levantarse como sea, ir y hacer fila en la llamada EPS -acuérdense: Entierros Por Salario- para que le den la cita; y si está muy enfermo tiene que estar de buenas para que lo atiendan rápido, a no ser que tenga una buena palanca como todo en este país; por ejemplo, ser amigo del consejero del senador, dueño de la EPS. Si consigue que lo atiendan, aparece un médico bisoño -son los más baratos que paga la EPS- que nunca lo ha visto a usted en la vida e inicia un procedimiento de vademécum que es la burocracia más insolente. Al final le extiende una fórmula que contiene mínimo tres tipos de pastillas con varias advertencias: no debe comer lo que más le gusta, no debe beber lo que más le gusta, no debe hacer lo que más le gusta, y la última, que cuando se le acaben las pastillas vuelva para recetarle más e iniciar el camino del vía crucis recorrido. Nunca le dice qué tiene porque el bisoño tampoco sabe. Después de tres de estas visitas sin resultado lo remiten al especialista -cobra más caro pero por lo menos le dice de qué se va a morir- quien, ante la gravedad del enfermo, le ordena hospitalización. No es por exagerar, pero desde que empezaron los síntomas hasta la hospitalización ha transcurrido un año completico.

A mí me parece que la medicina moderna ha fracasado. No está en mi razón entender por qué después de tantos avances científicos -suficientes para haber erradicado todo tipo de dolencias, incluidas las almorranas;  se han desarrollado  nuevas enfermedades y más violentas, que ahora se llaman terminales para no decir incurables. En sana lógica capitalista habría que formularse la siguiente pregunta: ¿A quién beneficia que las enfermedades no desaparezcan? “Piensa mal y acertarás”, lo dice una revista que no es médica pero ayuda a pensar bien. Parejo con la aparición de nuevas enfermedades se han multiplicado empresas multinacionales de medicamentos. Medicamentos que retardan los efectos de las enfermedades pero no los eliminan. Mejor decirlo: medicinas que no curan, atenúan; tratamientos que tampoco curan, dilatan en el tiempo el consumo de drogas y dejan en la ruina al paciente y su familia, que termina fiando el entierro porque toda la plata se la llevaron las multinacionales y sus agentes.






       
Las cosas buenas se acaban -el médico de cabecera; las infusiones naturales; la recreación al aire libre- y son reemplazadas por las dudosas -la caterva de especialistas; las drogas genéricas; la prohibición del trago-. A esto le llamamos progreso.

¡Pendejo que es uno si se lo cree!

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