miércoles, 19 de agosto de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo treinta de dos mil seis

Me dicen que hoy los programas de radio más escuchados son aquellos cuyo lenguaje alcanza la lumpenización. Se necesita tener oído de taladrador de pavimentos para escuchar alguna radio moderna. Ahora, en estos tiempos de estruendos desafinados, de sinfonías metálicas, a los oyentes se les ha perdido el buen gusto que no es otro que hablar bien -usar los términos precisos- y oír bien -evocar palabras como arpegios musicales-. Hay, en nuestro vasto idioma, palabras que tienen la delicada misión de insultar en forma decente, y otras, agrestes, que atacan con violencia y sevicia. El público, por lo que me han contado, prefiere estas últimas y también las primeras.

La radio dejó de ser un medio cultural y pasó a ser un fin comercial: se cambian sancochos por lisonjas. En otros diales la chabacanería hace curso: el locutor de turno -cuya voz es tan desagradable como una balinera oxidada- pretende dar cátedra de buen comportamiento político indicando a sus oyentes cómo deben votar, cuando es al extremo ignorante de las tendencias políticas y aún más del comportamiento de las masas, que sí saben de política. El resultado inevitable es el coro de risas de esos oyentes antes de las elecciones y la frustración desesperada del cotorro aprendiz de politólogo después de ellas.

A algunos comunicadores les pasa lo mismo que a ciertos funcionarios estatales, que cuando tienen un micrófono y se lo llevan a la boca creen que todo cuanto dicen es la pura verdad; los empleados del Estado de que hablamos creen que el cargo los llenó de sabiduría aunque no hayan pasado y menos entrado a la Universidad. Por eso oimos a locutores que opinan de todas las ramas del saber sin saber y a funcionarios que ordenan para después des-ordenar, porque eso de estrellarse contra la realidad es tan revelador como entender que no se entiende.

En cierta ocasión un locutor que no era ducho en términos de pesca y sabía menos de geografía local, entrevistaba a un miembro del club de caza y pesca de esta región, plena de truchas y tilapias. El pescador dijo que en la población de Mojarras -al sur de Popayán- había pescado diecisiete zabaletas, con lo cual pretendía incentivar el deporte de la pesca hacia esa zona. Después hablaron de las posibilidades de una comercializa-ción de los peces, construyendo criaderos artificiales. Finalmente el locutor volvió a referirse a la pesca inicial del entrevistado para confirmar la cantidad y le preguntó: “¿Me recuerda usted cuántas mojarras pescó en Zabaletas?”

No dejan de ser simpáticas las metidas de pata de nuestros comunicadores. Si aquí relaciono algunas es por su contenido de buen humor y en ningún momento para someterlos a la cursilería ni a la descalificación. Tampoco se debe ser absoluto y decir que todo el gremio es ignorante o ridículo. Hay comunicadores -lástima que sean poquitos- soberbios en el decir, cultos e inteligentes; son los que conservan un alto nivel en esta actividad y nos mantienen pegados al artefacto ese de transistores, parlante y perillas.

Me acuerdo de que en Silvia -población fría y alta al oriente de Popayán- estaban entrenando unos ciclistas italianos que iban a participar en la vuelta a Colombia en bicicleta de la época. En ese lugar se encontraba un comunicador de reciente promoción, quien al verlos -tan altos y monos como son los norteños de Italia- se emocionó tanto que pidió cambio a la emisora principal con el propósito de entrevistarlos en vivo y así causar el impacto de la “chiva”, como se dice en el periodismo. Cuando le dieron el cambio, el novel reportero les hizo señas a los italianos para que se acercaran a hablar por el micrófono, pero éstos, más despistados que un gorrión en un gallinero, le hacían entender que no hablaban español. Entonces el comunicador utilizó el recurso más inmediato, extendió el micrófono y les dijo: “Tranquilos, hablen por aquí que allá les entienden”.

En el argot radial se denomina bache a ese espacio silencioso que hay en una transmisión y que produce angustia en los directores ante el temor de que el oyente cambie de emisora al no escuchar ningún sonido. Pues bien, a nuestra tierra llegó un paisa como gerente de una de las estaciones radiales de mayor aceptación, quien no tenía idea de qué era una emisora ni para qué servía. Pasados quince días de su gestión, apareció el lambón, que no falta, para decirle, a manera de felicitación, que desde que él había llegado se acabaron los baches. El gerente lo tomó como una deficiencia de su parte e inmediatamente ordenó con su acento paisa melodramático: “¡Si se acabaron los baches, pues mandémolos a traer de Medellín!”

Un coleccionista de música vieja montó un programa en una de nuestras emisoras locales y tuvo amplia aceptación. El problema era que él no poseía las cualidades de un locutor presentador, ni la plata para contratarlo, de ahí que decidió presentarlo asumiendo los riesgos, legales ante el Ministerio de Comunicaciones y radiales ante sus oyentes. Como dice la Ley de Murphy, lo que se hace mal, continúa mal y termina mal. Al programa llamaban numerosos oyentes solicitando canciones viejas de los años de mamá upa, al punto que nuestro coleccionista se consideró autorizado para salirse del libreto e improvisar: “Como llaman muchos oyentes para pedir más música vieja, hemos decidido anchar el programa”.

A veces las secretarias captan la idea del gerente hasta la mitad y sobreviene la consabida “metida de pata”.

El gerente de una conocida emisora le ordenó a su secretaria:

-Doris, por favor me llama al rector del colegio “Ezequiel Hurtado” de Silvia, que necesito hablar con él.

Doris, que por esos días suspiraba por un gordo que bostezaba insinuante, nada pichicato pero ingrato, a quien tenía al frente, dijo sin reparar en su jefe:

-Ya lo llamo, doctor.

Entre risas y coqueteos con el gordo, Doris cogió el teléfono y marcó.

-Aló, ¿señor?

-Habla el secretario.

-Ah, ¿el señor secretario del colegio? Es de parte del gerente de Caracol. ¿Por favor me pasa al señor Ezequiel Hurtado?

-Señorita, eso es imposible.

-¿Imposible? ¿Por qué?

-Señorita, el señor Ezequiel Hurtado murió hace como cien años.

La radiodifusión tiene la ventaja de la inmediatez. Lo que ahora se llama acción en tiempo real, la radio lo viene haciendo desde antaño, cuando se ponía a funcionar la imaginación. Y hablando de imaginación, hoy los únicos seres que la usan son los radioyentes. Y si no, dígame cómo se imagina un oyente un campo de fútbol cuando el narrador dice que el jugador tal “lleva la pelota por terreno plano”. También sucede que la imaginación se rebela y no acepta eso de “le manda una pelota larga”. Sí, en el fútbol ocurren muchas incongruencias derivadas de utilizar sinónimos reforzados, unidos a un presunto conocimiento técnico del oyente; así, por ejemplo, alguien lego no entendería la expresión “el líbero se impulsa y con palanca derecha saca la pecosa de las cinco con cincuenta”.

Decíamos que la radio tiene inmediatez. Esto es posible porque en todas partes hay corresponsales espontáneos. Me tocó ser oyente hace tantos años -que no digo para no parecer longevo, que es la peor de las enfermedades- de un acontecimiento que puso en riesgo a la isla de San Andrés. El peligro al final de cuentas no fue tal, sino que el corresponsal de aparición súbita lo llevó al extremo por un pequeño detalle.

Estaba oyendo un programa musical de mi predilección, cuando la emisora lo interrumpió para dar paso a una noticia de última hora. Se trataba de un fuerte vendaval que azotaba a las islas en ese momento, y para ser fiel al eslogan de “desde el lugar de la noticia” le dieron paso a un corresponsal improvisado, quien, acoquinado por la agitación, no creo que por el fenómeno natural sino por la responsabilidad de hablar para todo el país, dijo: “En este momento el vendaval es tan fuerte que ha producido una grave inundación en la isla. Se calcula que el nivel de las aguas está por encima de los cincuenta metros”. Bueno, uno entra en un pánico inicial -¿El señor estará en el cerro más alto?- que cede luego a la hilaridad -el señor se equivocó, se asustó o no está seguro del sistema métrico decimal-.

Después de un tiempo, cuando la duda hacía aguas, apareció otro corresponsal menos improvisado que aclaró: “El nivel de la inundación alcanzó los cincuenta centímetros”.

Ahí apagué el radio y prendí el tocadiscos con sonido propio para escuchar mis canciones en setenta y ocho revoluciones por minuto.