martes, 19 de octubre de 2010

Memorias de un hombre común

Noviembre veintiocho de dos mil seis
Me encontré con Carlos por andar en estas calles amplias y llenas de velocípedos, haciendo lo que hace un desocupado. Carlos es un finquero; siembra y cosecha café; también cría cuyes. Tiene un proyecto para industrializar la carne de cuy y exportarla al Japón, porque a los nipones les gusta comer lo que comen los pastusos. El proyecto ya ajusta cinco años y aún no cuaja; está en la etapa de las degustaciones y las muestras. Yo he dado mi aprobación a las diferentes formas de la carne de cuy; es todo lo que puedo hacer. En Colombia, para el pequeño empresario la menor empresa es grande, porque el Estado no apoya sino que entorpece cuando no obstaculiza.

Me decía Carlos que había sembrado algo así como cuarenta mil matas de café y a los tres meses llegó un técnico de la Federación de Cafeteros a decirle que para alcanzar mejor calidad y cantidad tenía que cortar las matas y esperar que retoñaran. Carlos se quitó el sombrero, se puso colorado y haciendo uso de su mejor repertorio de palabras decentes le increpó: “Señor técnico, ¿usted se ha metido la mano al bolsillo como yo? ¿Usted sabe cuánto me costó sembrar esas matas y cuánto mantenerlas como están? ¿Usted sabe cuánto valen tres meses de trabajo? ¿Usted sabe cuánto me vale a mí retardar la cosecha seis meses o más?”

El técnico, más acuscambao que perro faldero lejos de la falda, sólo atinó a decir que el procedimiento mejoraba la calidad por muchos años. “¿Y a mí qué?”, dijo Carlos, “eso recomiéndeselo a los grandes cultivadores que tienen plata hasta para perder. Yo me quiebro si sigo sus consejos. Dígale a la Federación que si quiere ayudarnos, entonces que presione al gobierno para  que baje los precios de los insumos, porque estos suben pero la carga de café no”.

Al técnico, hecho una marmota, no le quedó otra que darle la razón a Carlos y despedirse sin tomar el chocolate con queso que le habían servido.

Carlos es un enamorado de su proyecto de cuyes enlatados. No desperdicia reunión para informar el estado de su idea. Con decirles que una vez la expuso, en una reunión social, ante dos filósofos que sólo saben comer cuando les sirven, y estos, parpadeando como Kant, comentaron lo trascendente que sería para el hombre, que dejara de pensar con mentalidad bovina -lo que el hombre come se transforma en pensamiento- y  lo hiciera con el apoyo del cuy nativo. Tendríamos un auténtico hombre americano. 

Se inició una discusión divergente donde los filósofos consideraban la posible importancia del cuy en la formación filosófica de Estanislao Zuleta y Carlos planteaba la calidad de la olasa frente al empaque tetra pack. Yo, testigo aislado de estos planteamientos de alto revuelo, me acordaba de que a Estanislao Zuleta le gustaba la morcilla; del cuy no hay la menor referencia en sus conferencias.

Carlos consideraba que si doscientos campesinos de nuestra región hicieran cría de cuyes, en cantidad de mil por cabeza como actividad marginal, se podría alcanzar una primera etapa de producción por dos años mientras se consolidaba el mercado japonés y aquí se aumentaba el número de criaderos. Los filósofos estaban empeñados en atribuir al cuy la importancia americana que le habían dado a la vaca en la filosofía europea.

Yo, embebido de vodka, en la madrugada, confundía cuyes con filósofos y matas de café con morcillas, y fue cuando me dediqué a conversar con la dueña de casa que era ignorante, lo mismo que yo, de proyectos, cuyes, filosofía y morcilla.

Bien retirada la noche, noté que la discusión había finalizado. Al reparar en los protagonistas observé que los filósofos estaban entrelazados en plácido sueño como queriendo apaciguar los fundamentos existenciales del cuy y la vaca. Carlos, con los párpados en la mitad de los ojos, aún balbuceaba horizontal en el sofá, que su proyecto redimiría a esos entumidos de la vereda San Joaquín.     

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