lunes, 19 de octubre de 2009

Memorias de un hombre común

Abril catorce de dos mil seis
Estamos en Semana Santa y aquí en Popayán es la oportunidad de ver museos, que todo el año están cerrados; de ver exposiciones de artistas que se la pasan libando en El Sotareño todo el tiempo, menos esta semana; de oír música que no sea ramplona y con percusión de sordos; de ver a visitantes, en las artesanías, comprar chucherías caras que nosotros regalamos en las primeras comuniones. Estamos en Semana Santa y los payaneses hacemos todo lo posible para quedar bien con los turistas, que hasta los invitamos a comer “cholaos” en El Morro. La cuestión religiosa se la dejamos a los curas españoles que todavía creen que los nombra el virrey de España y no el capelo de Roma.

De las exposiciones, que me llenaron de nostalgia por los tiempos idos y las deudas perdidas, me gustó la de fotos antiguas de Luis H. Ledezma, un ciclista que en plena vuelta a Colombia se bajó de la bicicleta a tomarle fotos a Ramón Hoyos y se dio cuenta de que pagaban más por foto que por pedalazo. Dejó empeñada la cicla a cambio de una Lumiere con flash instantáneo -después de darle manivela media hora- y vino a descrestarnos con fotos de Honorio Rúa, Justo “Pintado” Londoño, Efraín Forero, “Cochise” Rodríguez, el “Ñato” Suárez y  Alirio  Bedoya.  Hago la aclaración para los jóvenes que  no saben qué es una vuelta a Colombia, que los citados fueron nuestros héroes del deporte así como hoy lo son para ustedes los Ronaldiño, Zidane, Messi, Henry, con la diferencia de que estos son extranjeros que saben jugar bien al fútbol y persiguen la plata que da la fama, y aquellos eran colombianos que sabían andar por trochas en bicicleta sin perseguir a nadie pero a quienes les llegaba la fama sin plata.

La exposición de Ledezma nos devuelve en el tiempo a esos monumentos arquitectónicos que fueron construidos con excelente buen gusto y que hoy, ya desaparecidos, han sido reemplazados por contenedores cuadrados de tres pisos y en el peor de los casos por parqueaderos a pampa rasa de carros destartalados.        

 La antigua estación del ferrocarril, inaugurada en mil novecientos veintiséis, era de una  soberbia belleza; si existiera, sería monumento nacional. Pero su demolición fue “una estupidez mayúscula”, según decir de los expertos que no estaban presentes o estaban durmiendo cuando la dinamitaban. A mí en particular, además de la estación, me gustaba el entorno, esa vía de palmeras que parecía no acabar, daba la sensación de que el centro quedaba muy lejos y las bodegas y su frente nos hacían la impresión de amplitud bien aprovechada. Allí daban cine gratis en blanco y negro, construían casetas para tirar paso a fin y comienzos de año; “Pateguaba” quemaba  “cuetones” y nadie se daba cuenta de su defecto -caminaba como si tuviera los zapatos cambiados-. Eran otros tiempos, hasta cuando llegó un alcalde conservador progresista -¡qué contradicción!- y se tiró todo. Todas las cosas malas
-centro de comercio con fufurufas y  basuqueros, galerías con ratas, rateros y basuras- que afean a nuestra ciudad tienen la impronta de este personaje que no voy a citar porque todos los segundos domingos de mayo le nombran... Como aquí es muy fácil destruir, a este señor le ayudaron con el silencio cómplice mis paisanos que en su momento tenían el poder de detenerlo. Por eso dicen que no hay peor artista que un ingeniero civil fungiendo de arquitecto. Ahora sólo nos queda la nostalgia, acrecentada por las fotos inverosímiles de Ledezma.

(Cuando llegó por primera vez el tren a Popayán, en mil novecientos veintiséis, también llegó el presidente de la República, Pedro Nel Ospina, a inaugurarlo. Fue un acontecimiento que congregó a los ciudadanos de todas las poblaciones vecinas. El presidente se bajó del tren con venias y honores de las fuerzas militares y caminó hasta un automóvil de la época que lo llevaría al centro de la ciudad. Pero observó que la gente común no le paraba bolas, nadie lo determinaba y hasta lo empujaban en la algarabía como si fuera un curioso más. Ante la situación inesperada, el presidente sorprendido se dirigió al negro Cecilio, primer ciudadano que encontró en el camino, y le preguntó: “¿Señor, aquí por qué no les llama la atención que llegue el presidente de la república, como en otras partes?” El negro Cecilio, sin dejar de mirar la locomotora, le respondió:
-Bueno, aquí presidentes llegan a cada rato, pero trenes no.)     

Aunque ustedes no lo crean, asistí al último concierto de abono del festival de música religiosa. No me voy a referir al concierto en sí. El abrebocas del certamen es la gente que concurre y de esto sí les cuento. No encontré a persona conocida alguna, salvo la empleada que me vendió las boletas, quien cuando le dije que quería palco de primera, entrecerró los ojos y me dijo que todos los palcos eran de primera. Como a mí me han enseñado que no se debe discutir con una mujer -así esté equivocada por extraviar su interés hacia el vecino-, le dije que me diera un puesto en el primer palco encima de platea, lado derecho, que es donde mejor se oyen los violines. Me vendió la boleta y me lanzó una mirada para recordar, como si tuviera la culpa de mi buen gusto.

Había personajes disímiles. Unos jóvenes elegantes vestidos de negro -bueno, el negro siempre es elegante, con excepción del negro Chantre- que se movían diligentes orientando a los asistentes y entregando información sobre el concierto contenida en un folleto. También observé a unas señoras ataviadas con pañolones modernos, brillantes, de lentejuelas doradas y audífonos metidos en sus orejas en forma de rosa, cuyos pétalos estaban orientados no hacia el escenario sino hacia los vecinos de atrás. A mi lado estaba una señora paisa, de amplio recorrido por el mundo de la cultura, porque después de cada movimiento de la orquesta sinfónica era la única que gritaba ¡bravo! tres veces y todos volteábamos a ver si no se había confundido con un concierto de Darío Gómez. Luego supe que en Europa se acostumbra manifestar así el entusiasmo por una ejecución excelente de música sinfónica. Me quedo con el entusiasmo patojo de los aplausos a golpe y prolongados, que ponen a caminar entre camerino y escenario varias veces a los solistas y al director, hasta que se cansan y repiten el último movimiento.

No podía faltar el señor canoso setentón acompañado de su joven doncella analfabeta, que después de la obertura entraba en plácido sueño y luego, en el segundo movimiento, la doncella recostada en su hombro empezaba a emitir ahogados sonidos de placentera somnolencia. En el último movimiento orquestal, ambos roncando a dúo hacían parte de los espectadores molestos a quienes les tiraban bolitas de papel, bananas o un masivo ¡sshhh! para que fueran a dormir a sus casas.

También estaban presentes algunos políticos “quemados” en las últimas elecciones parlamentarias mostrando, uno que otro, una sonrisa siniestra como asegurando después me las pagás; otros, aprovechaban el sonido ambiental para resaltar su profundo amor a la cultura, cuando ni respetan a sus congéneres, primer paso para ser culto; otros más, posaban de eruditos y hablaban en voz alta sobre sus experiencias en este tipo de eventos en Washington, Nueva York y Miami, porque los viáticos no les alcanzaron para ir a Londres, Paris y Roma.

El personaje que salvó la noche fue el contrabajista argentino a quien le pregunté, entre otras cosas, cómo le parecían las mujeres colombianas. De inmediato dijo:

-¡Oh, las mujeres colombianas son bellísimas!
-¿Y qué tal le parecen los hombres?, le interrogué malicioso.
-Mirá, con esas mujeres tan bellas los hombres tienen que ser muy bravos.