domingo, 28 de junio de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo veintiséis de dos mil seis

Tuve la oportunidad de asistir a tertulias femeninas donde era el único varón, no colado sino invitado. Este tipo de tertulias son bien simpáticas. Aquí las mujeres casadas hablan de las peripecias de sus maridos, y las separadas de las travesuras de sus hijos, pero siempre hablan de hombres. Los amantes no tienen registro. La única alusión, casi superficial, fue cuando una de ellas dijo que llevaba cinco años de buen sexo, es decir cinco años de separada. Pero todas a una, seguro por mi presencia, cambiaron al tema intrascendente de los párvulos inteligentes que tenían en casa. Esta actitud confirma que los amantes son para uso privado y eso lo tienen bien claro nuestras féminas. A los hombres nos falta aprender...

Las tertulias femeninas rescatan la calidad de héroes de los hombres objeto de sus favores. De los maridos siempre refieren sus audacias, incluidas sus escapadas que ellas permiten para que los zoquetes se sientan conquistadores de su libertad. Consideran hasta sano que el esposo tenga aventuras intrascendentes, no le permiten que se enamore. Le soportan que llegue a la madrugada oliendo a borracho recién bañado, para que lo desvistan por segunda vez, pero que llegue. No admiten que no llegue. Si se queda una vez, puede quedarse dos y así hasta que no vuelve. He allí el peligro. (Pensar que he aprendido, ahora, estas actitudes desconcertantes cuando ya no me sirven para nada.)

También, en las tertulias femeninas, aparecen chistes ingeniosos como uno del que ahora me acuerdo, relatado por Anita.

Resulta que a la familia Bastidas le dio por ir de visita donde la familia Valencia. (En Popayán se acostumbran las visitas en guasanga y sin avisar.) Cuando llegó la familia Bastidas tocó el timbre y de adentro de la casa gritaron: “¡No hay nadie!” Los de afuera aclararon: “¡Menos mal, porque no vinimos!”

Me sé otro, pero no recuerdo quién lo relató; a veces es difícil distinguir cuando todas las damas hablan al mismo tiempo:

Los psicólogos del colegio -tan simpáticos ellos- convocaron a los padres de familia a una reunión de incentivo direccional a los niños. Dentro de las instrucciones impartidas para que los párvulos adquirieran esa superación personal tan necesaria en esta época de competiciones, recomendaron que siempre les dieran a los hijos el trato de campeones. Así, por ejemplo, debería llamarse al niño por la mañana: “¡Hola, campeón, cómo amaneciste! Campeón, cómo te fue en el colegio; campeón, qué tareas te pusieron ”. Y cada vez que se dirigieran a él lo llamaran campeón.

Pero había un padre que estaba muy triste y los psicólogos -tan simpáticos ellos- se dieron cuenta y le preguntaron:

-Señor Ocampo ¿qué le sucede que está triste?

-Yo no puedo hacer lo que ustedes recomiendan.

-Y eso ¿por qué?

-Porque el perro de la casa se llama Campeón.

En cierta ocasión se me ocurrió decir que, por los tiempos que transcurren, el hombre moderno debe tener una mujer que lo mantenga. De inmediato ampliaron la teoría: es preferible que tenga dos para que coma doble.

Las damas de la Tertulia no se quedan con nada. Otra vez, por dármelas de gracioso, les dije que llevaba veinte años de casado tratando de separarme y no había podido. Les pregunté, mirando a las separadas, cómo se hacía y me dijeron casi en coro: “Pues tomá la decisión y separate ”. Esa solución no me sirve, les advertí, porque quiero que la tome ella. “Uuy, mijito, vos no querés separarte, es mejor que sigás jodido que así estás contento ”.

jueves, 11 de junio de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo veinticuatro de dos mil seis

Comenzando el siglo veintiuno, aún subsisten los círculos de amistades afines en costumbres e intereses, denominadas tertulias. Aquí, en Popayán, quedan algunas de ellas que no alcanzan la dimensión de conspiradoras, como se estilaba en los tiempos de Antonio Nariño y Simón Bolívar. Nuestras tertulias son conglomerados de ebrios de arte, poesía, política y ron. Aunque después de los sesenta -años, claro está- los contertulios veteranos se pasan al whisky rebajado -cada vez que compran piden rebaja-, porque existe la creencia de que es un licor menos dañino, que lo máximo que hace es dejarlo a uno medio pendejo, a punto de dormir sin cabecear y sin que se le suba la presión; exalta la elocuencia y apachurra al locuaz; sirve para oír música sinfónica porque se le destapan los oídos, estimula el sentido musical y posa uno de mejor familia.

En estas tertulias no hay un tema predeterminado, tampoco hay moderadores, nadie trata de imponer su criterio -lo mismo que en un matrimonio por conveniencia-, se puede estar o no de acuerdo con lo tratado -como en un directorio político- y se puede rajar de todo el mundo ausente -como en un té canasta para señoras respetables-, también se puede tomar el trago que se lleve, o el que lleve el vecino -si el contertulio es tacaño-. Y si la edad lo obliga y el tema es árido, tiene derecho a dormir sentado -como los conejos- sin que nadie perturbe su plácida evasión.

Es un espectáculo de amistad con buena dosis de ejercicio intelectual. De las tertulias han surgido episodios que no se llevaron a la literatura y tienen el valor de lo anecdótico que no es otra cosa que la oportunidad en el gracejo, la gracia de lo obvio, la desfachatez de lo natural. A veces pasan de boca en boca epigramas ingeniosos que se construyeron en esa atmósfera de inteligencia silvestre, hasta cuando un ordenado participante los llevó al libro y se salvaron de ser difuminados en el tiempo. Me refiero a ese gran maestro y amigo Guido Enríquez, quien me zampó a la Tertulia Payanesa de donde no he querido salir.

Voy a hacer un gran esfuerzo -equivalente a pagar impuestos atrasados- para traer aquí algunos de esos episodios que no dejan de causarnos tanta gracia aun después de haberlos vivido por varios momentos.

En cierta ocasión alguien citó lo que le pasó a “Chucho” Perafán, amigo común de un empresario de pompas fúnebres. Después de hacerle la visita para felicitarlo en su nuevo negocio -eso de enterrar muertos ajenos-, “Chucho” se despidió y el empresario le dijo: “Vuelva, por aquí a la orden”. Al instante nuestro amigo correspondió: “Gracias, cuando me muera vengo”.

Sobre el “Genio” Castrillón -de buena familia y lánguidos dineros- citaban algunos hechos bien graciosos, como el que sucedió en el Café Alcázar antes del terremoto de mil novecientos ochenta y tres. El “Genio” Castrillón, que bebía más que caballo de hipódromo, llegó al café citado y no faltó el atorrante que le cargaba inquina quien, después de estar sentado, se paró y le lanzó el máximo insulto: “¡Hijueputa!” El “Genio” Castrillón serenamente le reconvino: “Sentate, que no estoy llamando a lista”.

Decíamos que el “Genio” Castrillón bebía en exceso y frecuentaba el Café Alcázar. A propósito, el Paraninfo Caldas quedaba a media cuadra del Café dicho y en esos tiempos, cuando Julio César Turbay era presidente de Colombia, a la Universidad del Cauca le dio por graduarlo Honoris Causa, para que a nuestro país, siguiendo la tradición doctoral, no lo gobernara un bachiller de malas notas.

Pero la Universidad no contaba con el “Genio” Castrillón. Después de la ceremonia el Doctor Turbay y su comitiva pasaron frente al Café Alcázar haciendo festejos desmesurados. El “Genio”, extrañado por tanto ruido, preguntó qué pasaba. Alguien le dijo que al doctor Turbay le habían dado un grado. Entonces el “Genio”, cual soberbio tribuno, gritó: “¡Tanta bulla por un grado!” y, levantando la copa de aguardiente, terminó: “¡Yo aquí me voy a zampar veintiocho grados y nadie hace escándalo!”

Hubo un episodio narrado por un contertulio (alejado más que allegado a la familia protagonista) que mostraba cómo ante una tragedia se tienen que eludir los trámites burocráticos entre dos países hermanos para evitar la bancarrota. En este caso la tragedia fue doble.

Una familia colombiana pasaba unas cortas vacaciones en el vecino país del Ecuador, cuando todo se pagaba en sucres. El cambio era cuatro sucres por peso. (¡Ah tiempos aquellos, uno levantaba novia con quinientos pesos y le daban vuelta!) Todo era divertido, desde la comida

-que era pasable con ají, pero barata- hasta la recreación, que era novedosa por los paisajes y la gente sencilla y laboriosa. Cuando la familia se acercaba, de regreso, a la frontera en Tulcán, le sobrevino un infarto fulminante a una tía soltera, de edad madura -misía Rosmira, la vecina, decía cañenga-, ante cuyo suceso nada pudo hacer el sobrino médico del grupo. Los familiares se tragaron la pena, lloraron hasta escurrirse, y ante la posibilidad de enfrentar los trámites de traslado del cadáver de un país a otro con los consiguientes costos y demoras, decidieron envolver a la tía muerta en una colchoneta, amarrarla y subirla a la parrilla del vehículo en la capota. De esta forma pasaron la frontera sin contratiempo, como turistas en vacaciones, y llegaron a Pasto (Colombia) con destino a Popayán. Ya en Pasto, decidieron comer en el primer restaurante que encontraron donde no había cuy pero sí habas, pollo y maíz. Una vez satisfecho el hambre con la tacasca que les sirvieron, hubo disposición de continuar el viaje. Cuando vieron el carro, la sorpresa fue aterradora: ¡unos ladrones se habían robado la colchoneta con todo y cadáver adentro!

Ante la nueva situación sobrevino el raciocinio con la resignación. No se podía denunciar el robo por las implicaciones judiciales que conllevaba. Los ladrones -pastusos tenían que ser- tendrían que enterrar a la muerta, lo cual salía más caro que la colchoneta, sin decir nada a nadie, para no verse involucrados en la tragedia. Esa vez, la familia regresó a Popayán con un miembro menos. Sobra decir de la tía, que si nadie se enteró de su existencia mucho menos de su muerte. Estas son las ventajas de la soltería.

En otro episodio se muestra cómo uno no debe meterse en lo que no le importa. (Me acuerdo de que mi papá siempre me decía: “No se meta en peleas que no son suyas”. Yo le hice tanto caso que tampoco me metía en peleas propias.) Aquí aparece implícita la enseñanza a manera de moraleja. De lo que sí estoy seguro es que la narración es fantástica y muestra hasta dónde llega la capacidad de invención de los miembros de la tertulia. Ese ron es bueno cuando se revuelve con whisky.

Durante varias semanas una señora llevaba flores a su difunto esposo enterrado en el cementerio central -el único territorio de paz despejado-. Siempre, en cada cambio, variaba el tipo de flores, unas veces llevaba claveles, otras begonias, ramos de azucenas y atados de rosas. Al lado había una tumba de un chino -de la China-, donde su viuda le llevaba a diario un plato de arroz. En varias oportunidades coincidían, mientras una colocaba flores, la otra dejaba el plato de arroz en las tumbas de sus respectivos consortes. Una vez la señora de las flores le preguntó a la china: “¿Cuándo sale el chino a comer el arroz?” La china le respondió en el acto: “¡Cuando salga su marido a oler sus flores!”

Otro de la Tertulia, narrado por Mario Perafán:

Quiceno, hacia los años mil novecientos cuarenta y pico, quería ser cadenero de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia. Para cumplir su propósito tenía que someterse a unas pruebas de reacción e iniciativa que hacía la empresa. Después de aprobar todas las que le pusieron por delante, le hicieron la última. El llamado Ferrocarril del Pacífico por esos lejanos calendarios conectaba la trocha angosta entre Cali y Popayán, con desvío a Santander de Quilichao por Timba. Aquí, en Timba, se formaba un crucero entre Cali, Santander de Quilichao y Popayán.

A Quiceno le pusieron el siguiente problema:

-Usted qué hace si viene un tren de Cali con dirección a Timba, viene el autoferro de Popayán hacia Timba y un tren carguero parte de Santander hacia Timba, todo al mismo tiempo.

-Pues yo llamo a Paula.

-¿Paula? ¿Quién es Paula?

-Mi esposa.

-¿Y para qué llama a Paula?

-Pues, para que vea el choque tan hijueputa.

El siguiente apunte sobre su papá fue contado por “Masitas”; el apellido lo delata de inmediato por el texto.

Zúñiga, quien en los años ochenta poseía un automóvil Studebaker modelo mil novecientos cuarenta y nueve, decidió ir a los llanos orientales de Colombia a visitar a su hijo que prestaba el servicio militar. Una vez culminó la visita ya iba a emprender el regreso desde Yopal (Casanare) cuando una señora, preocupada por el viejo, le puso en duda su retorno:

-Señor Zúñiga, ¿usted sí cree que con ese carro llega a Popayán?

-Mire mi señora, si este carro fue capaz de viajar de Estados Unidos a Colombia, ¿cómo no va a ser capaz de ir de aquí a Popayán?

A las termales de Coconuco (Cauca), por su exuberante belleza, siempre llegaban extranjeros, europeos, japoneses y norteamericanos. En cierta ocasión llegó un gringo a quien la abstinencia sexual lo tenía morado de piel en vez de rojo como se manifiesta en esas alturas. El gringo, al primer aldeano que se encontró, quien resultó ser Segundo Piso, amigo de Guido Enríquez, le preguntó ansioso y un poco trabado en las palabras:

-¿Señor, aquí no haber casas de lenocinio?

-No señor, aquí todas son de paja.

“Chucho” Perafán quien, cuando no está en la plaza de toros, se la pasa lidiando los avatares de la vida, calle arriba y calle abajo, relató las siguientes anécdotas.

El “Mono” Meza, ciudadano con prestigio bien ganado de persona correcta, en alguna oportunidad necesitó un vehículo para hacer una diligencia en el sector de Chuni, al occidente de Popayán. La persona más inmediata para prestarle el carro era Naranjo quien tenía fama, también ganada, de no hacer favores y menos soltar el carro. Meza no tuvo otra que suplicarle a Naranjo la urgencia que tenía para que le prestara el Volkswagen, automóvil pequeño pero versátil, en la absoluta seguridad de que se lo cuidaría como a la niña de sus ojos. Al fin cedió Naranjo y le soltó el vehículo. El “Mono” Meza llegó a Chuni, hizo la gestión urgente que tenía que hacer y al dar reversa para volver al centro golpeó el auto contra un poste. Se bajó el “Mono” con la cabeza a dos manos y observó que le había roto la farola trasera izquierda. De inmediato se dirigió al Barrio Bolívar a un almacén de repuestos eléctricos, donde le colocaron una farola nueva.

Hecho esto el “Mono” Meza fue a devolver el Volkswagen. Le pasó las llaves a Naranjo y le agradeció; este dijo que a la orden, no muy convencido. Entonces el “Mono” instó a Naranjo para que mirara el carro que estaba en perfectas condiciones. Naranjo no quería porque se encontraba muy ocupado en su negocio, pero el “Mono” insistió; le pidió que diera la vuelta al carro. Ahí fue cuando Naranjo se sorprendió y le dijo al “Mono” Meza: “¡Ve, qué raro, el carro tenía la farola trasera izquierda rota y ahora está buena!”

Un conocido latifundista de quien no digo su nombre porque se levanta de la tumba, llegó a su hacienda para pasar revista. De inmediato salió el mayordomo para atenderlo y recibir instrucciones.

-Mirá, Pedro, vacunás al caballo que está renco; alistás esta silla para reparación; me separás las bestias que llevaremos mañana al potrero cuatro para una revisión del veterinario; traes la jáquima nueva para probarla en la yegua Margarita. ¡Oís, hijueputa!

-¡Ay, doctor! ¿y por qué me insulta?

-No, era para saber si me estabas oyendo.

También hay espacio para la poesía, que es buen decir y mejor pensar, dos deleites simultáneos. Efraín Alegría, decano de la Tertulia Payanesa, citó los siguientes versos, recogidos cuando el poeta Marino Balcázar Pardo estaba atisbando el viaje eterno:

Son los últimos versos que yo escribo

al pretender que todo ya fenece.

Con estos versos cubriría el olvido

en el rincón donde el recuerdo crece”.

Los epigramas, en la Tertulia, están a la orden del día como el menú en restaurante fino y aparecen cuando alguien los inspira. Por estas calendas

-como dicen los penalistas en trance de impresionar al juez-, una dama de perturbadora belleza llega algunas veces a participar en las discusiones, se aprovecha de nuestra debilidad de género para hacernos parpadear como sapos en tomatera biche; su inteligencia es un atributo más, en medio de una risa de modelo de crema dental, de unos ojos de felino encanto, de una simpatía que atrae irresistible hacia el pecado consumado. Por leve tiempo se dedicó a mí y me inspiró. Entonces empecé a competir con los mejores versificadores de la tertulia:

“Esa chica mi pasión perturba

se acerca íntima a mi hombro

rodeo su fina cintura y logro

el infinito placer que más turba”.

Lo que puede una mujer con su atracción; volverme yo un bardo incipiente, caer en el ridículo de la poesía desleída. Que no lo sepa ella porque lo más probable es que me retire la mano de las partes nerviosas de mi cuerpo, me coloque en el lugar de sus conquistas exóticas (ojo, no eróticas) y me toque perder la ilusión de llegar hasta donde hace estrip tis antes de dormir.

Mejor citemos, estos sí, epigramas bien logrados por expertos en el tema, que no se dejan arrastrar por un arrebato de senil pasión.

El siguiente epigrama es de Vicente Paredes Pardo, quien hace varias lunas hizo parte de la Tertulia Payanesa, y se refiere a un hecho real que sucedió a principios del siglo veinte en Popayán.

En esos tiempos se acostumbraba cuidar la virginidad de las señoritas como un tesoro y se las sometía a cuidados intensivos, como no tener novio sino hasta la edad de merecer que se ubicaba en los veintiún años. Pero como para el amor no hay barreras y si las hay se aplanan, resulta que un tal Bedoya de apellido, utilizaba el caballo para visitar a su novia clandestina que vivía en una casona de grandes ventanales. Bedoya se paraba en los estribos para alcanzar, cual nicho, a su amada en la ventana. De estas sucesivas visitas la doncella, a quien cuidaban tanto sus padres, resultó embarazada sin salir de casa. Enterado Vicente se jaló el epigrama que reza:

“La chica a quien Bedoya

con métodos recursivos

le hiciera perder la joya

sin perder él los estribos”.

Vicente Paredes Pardo algunas veces utilizaba el retruécano como recurso en sus epigramas. Los siguientes fueron citados en una sesión de la Tertulia:

“Le dijo a su esposo, Rosa:

la cosa que nos separa,

es simplemente una cosa:

la cosa que no se para”.

“Como hoy la virtud no cuenta

y el amor libre prospera

es lo mismo, quién creyera,

una parienta soltera

que una soltera parienta”.

Para que noten la genialidad de Vicente Paredes Pardo, relato dos anécdotas citadas por miembros de su familia.

En cierta ocasión, enfermó grave Vicente y en un dos por tres fue llevado de urgencia a la clínica Futuro, la que ahora llaman del Seguro Social y mañana quién sabe cómo le pongan. Tan grave estaba, que hasta le llevaron los santos óleos. El cura de confianza se encargó de la comisión.

Sin embargo, a los tres días del episodio Vicente estaba de maravilla. Alguien le preguntó que si estuvo a punto de morir, cómo era eso que ahora estaba sano, como si nada. Y Vicente, como si nada, aclaró:

-Pues hice lo de los empleados públicos: recibí los viáticos pero no viajé.

Otra anécdota:

En la calle del comercio de Popayán estaban, uno al lado del otro, los almacenes de Gustavo Porras y Elvio Muñoz. Elvio, desde muy joven, fue operado de la garganta, razón por la cual hablaba como si tuviera una flema a punto de escapársele.

Con los años, Gustavo le compró a Elvio su almacén; de ahí que por un tiempo Gustavo se paraba a la entrada del almacén de Elvio. Estaba en esas, cuando pasó Vicente Paredes Pardo y le gritó desde la acera de enfrente: “Hola, Gustavo, ¿vos cambiaste de almacén o el almacén cambió de voz?”

También Guido Enríquez relató el siguiente epigrama, cuando en cierta ocasión un extraño en la calle lo abordó efusivo: “¡le presento a mi noble y grande amigo, el poeta Daniel Gil Lemos!” La respuesta inmediata de Daniel fue:

“Lo de noble ya lo sé,

lo de poeta, convengo,

pero lo grande que tengo,

¿Cuándo me lo ha visto usted?”

Lo que sigue fue citado por un contertulio en carretera para que yo manejara el vehículo con sonrisa y sin sueño:

“Los vecinos de un pueblo del Levante decidieron comerse un elefante,

y el animal, celoso de su oficio,

con la trompa tapaba el orificio”.

Moraleja:

Al que le dan por el culo

es porque se deja.

“Voy a hacer un barbarismo

que nunca nadie lo ha hecho

y es ponerme bien arrecho

y metérmela yo mismo” .

Con estas picarescas estrofas, ¿quién duerme?

En visita de Noguera -sí, el de Las Américas- a la Tertulia nos obligó a reflexionar sobre la inteligencia de los ilustrados y la viveza de los deslustrados, después de oírle el siguiente relato:

Por esos azares del destino, en alguna oportunidad tuvieron que viajar juntos un eminente científico (PhD) y un campesino jornalero de escasos tres años de primaria. El viaje duraba casi diez horas en tren.

En tales circunstancias el científico se inventó un juego para que interviniera el campesino y así el viaje fuera placentero aunque no corto. El científico entró en diálogo con el campesino.

-Hagamos lo siguiente: usted me hace una pregunta; si no soy capaz de responder, le doy cien mil pesos. En cambio, si yo le hago la pregunta y usted no es capaz de responder, me da diez mil pesos. ¿Estamos de acuerdo?

El campesino asintió con la cabeza.

-Bueno, empiezo yo, dijo el científico. ¿Cuáles son las capas de un átomo?

El campesino, sin dudarlo, sacó los primeros diez mil pesos y se los pasó al científico.

-Ahora le toca a usted, dijo el científico.

El campesino preguntó:

-¿Cuál es el animal que por la mañana sube la montaña en tres patas y por la tarde baja en cuatro?

El científico se rascaba la cabeza, miraba para el horizonte, se cogía la nariz, tosía, carraspeaba, hasta que dándose por vencido sacó cien mil pesos y se los pasó al campesino.

Cumplido el compromiso, preguntó enseguida el científico:

-¿Y cuál es ese animal?

El campesino, otra vez sin dudarlo, sacó diez mil pesos y se los pasó al científico.

Algunas invitadas dejan su impronta femenina en visita a la Tertulia; así lo hizo Ruth, una promotora de proyectos culturales, cuyo nombre completo no supe por estar pendiente de su otra acompañante, culta, corta de palabras y larga de miradas.

Dos viejitos, hombre y mujer, regularmente iban al parque a arruncharse, vale decir, a acariciarse todo, incluidas las partes blandas, para no decir íntimas. Esa sesión la hacían todos los días en horas de la tarde, casi noche, cuando los conos y bastoncillos ópticos no distinguen un bulto alargado en la penumbra. El cuchitanteo se prolongó por varios meses.

Después de un tiempo prudencial -si lo extiendo se me mueren los catanos- el viejito fue al parque sin la querida de siempre y en cambio llevó a otra viejita igual de cariñosa, si no más. Enterada la primera le hizo el correspondiente reclamo al viejito:

-¿Bueno, y esa otra vieja qué tiene que yo no tenga?

El viejito, acompañando la respuesta con una tembladera, dijo:

-Parkinson, mija, Parkinson.

Como en una tertulia se habla hasta de los muertos, hubo una sesión donde sacaron tres cuentos de Manuel y Rodolfo, famosos en Popayán por ser millonarios y tacaños al extremo. (Precisamente fueron millonarios porque primero le jalaron a la tacañería.) La condición de famosos ha ido atenuándose después de que se fueron a abonar tierra de cementerio y los herederos volvieron caldo de cuyes la herencia.

El primero se refiere a esa vez que Rodolfo invitó a Manuel a comer gelatinas por la sexta con octava, donde Clemencia, que las hacía muy buenas. El plato lo servían con gelatinas de dos en fondo y un vaso de agua; Rodolfo pidió dos platos que valían cuatro centavos, a centavo la gelatina; el agua era gratis. Una vez terminado el par de platos, Rodolfo le dijo a Manuel que si quería más; Manuel dijo que sí. De inmediato Rodolfo ordenó:

-Clemencia, me trae otros dos platos pero sin gelatinas.

En otra ocasión Manuel se dedicó a perseguir, palo en mano, a un ratón que rondaba su casa, con tanto estruendo que los vecinos se dispusieron a ver el espectáculo.

Observaron que después de dar varias vueltas el ratoncito, cansado, se puso de rodillas; lloroso y suplicante le dijo a Manuel:

-Por favor Don Manuel no me mate, que yo sólo duermo en su casa pero como donde don Rodolfo.

En la piscina municipal se encontraron Manuel y Rodolfo, ambos en traje de baño, que tapaba más de la cuenta y destapaba un tris.

Les dio por ir una apuesta que consistía en que el que aguantara más resuello se ganaba cinco centavos. Pues Manuel y Rodolfo se tiraron a la piscina y se ahogaron.