viernes, 6 de marzo de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo cinco de dos mil seis

Los niños son una delicia, en especial cuando tienen afinidad con uno, como ser hijos reconocidos. También hay sobrinos que a pesar de ser más cansones que pedalear en una bicicleta estática, tienen su encanto y traviesa inteligencia.

 

Algunos autores, artistas y filósofos denuestan de los niños, tal vez porque fueron víctimas de su tiranía natural. Alguien, escritora -tenía que ser mujer- dijo que le encantaban los niños, sobre todo cuando lloraban, porque “seguro,  llega alguien y se los lleva”. Los niños tienen la particularidad de producirnos emociones de todo tipo. Para  algunas personas que han trajinado la actividad intelectual, los niños son una molestia, como quitarse los pelos de la nariz con una tijera de tracción. De ahí que prefieran los perros: Es más  práctico recoger caca del piso, que quitársela de encima. Los alaridos, que no llanto, de los niños exaltan al máximo el sistema nervioso que impide la concentración mental necesaria para producir obras de arte. Los perros, en cambio, ladran cuando ven u olfatean un extraño, parecido al amo o un extraño parecido al perro. En los lugares de trabajo de  estos  especímenes  ermitaños casi nunca aparecen extraños, razón por la cual los perros no ladran, solo eructan para indicar que están debajo de la mesa.

 

Los niños, de otra o de la misma  parte, pueden llorar todo el día, y podemos  pasarnos ese y otro día exaltados averiguando por qué, sin conseguirlo. Por eso vemos en la galería de artistas, un sin número de solterones o padres solitarios  para quienes el arte antes que ser un juego de niños  es una actividad sobrenatural alejada de pañales, orines y caca apelmazada.

 

En otras personas más cercanas a la guacherna  -por ejemplo choferes de bus , taxis y camiones; coteros, albañiles de palustre , agricultores de azadón, mecánicos que se acuestan arrechos debajo del carro,  amén de trabajos similares- , los niños son alegría aún antes de nacer , antes de los nueve meses y más horas. Gracias, o a causa de su actividad física, los sementales referidos tienen este mundo poblado  de tiranuelos menores de cinco años. Y estos últimos  cernícalos son los que nos hacen la vida agradable aún en los momentos de degradación espiritual o malparidez,  como decía un primo que le debía a todo el mundo al cuatro.   

 

Voy a contarles algunas historias que ilustran lo espontáneos que son los chiquitines y la felicidad que encierra cada una de sus actuaciones. Estas historias son reales para que no vayan a pensar que tengo una imaginación desbordada como de escritor a sueldo.

 

En la época de tristeza por la desaparición prematura de un tío de ochenta y seis años, me comentaron en casa de mi madre que Laurita, una sobrina de cinco años,  linda como un aumento de sueldo inesperado, había estado observando el proceso de deterioro del tío abuelo. Por varios meses y cada vez que se agravaba el tío, los sobrinos más cercanos  lo llevaban al hospital cargado, como corresponde a un enfermo semiparalítico. La última vez que lo cargaron ya había fallecido y por lo tanto lo llevaron al ataúd que estaba en la sala; entonces Laurita se extrañó y les gritó: “¡Cómo se les ocurre meterlo en ese cajón, llévenlo al hospital!”

 

Sí, los niños son un encanto.

 

La misma Laurita, ahora que me acuerdo, cuando tenía cuatro años, había estado enferma  a tal punto que el médico le recetó unos remedios para tomar cada seis horas. Los jarabes eran horribles, tanto que para darle la primera dosis tuvieron que inmovilizarla de pies y manos unos tíos mayores. Sin embargo, Laurita estaba pendiente de la hora de tomar las medicinas. Cuando se estaba acercando la hora del brebaje para la segunda dosis, le dijo a su mamá: “Mamá, llame a mis tíos que me agarren los pies y las manos para poder tomarme el remedio”.

 

 

 

Hace varios soles, mi hijo Fernando, que para entonces tenía cuatro años me pidió que le comprara una patineta niquelada que en ese momento no estaba dispuesto a regalarle por el temor de que se quedara sin los dientes de leche, y además costaba una pequeña fortuna. Alegué imposibilidad económica y le dije francamente que no tenía dinero. Después del suceso me olvidé del asunto, recogí a mi familia para un pequeño paseo en automóvil y fui a una estación de servicio, eché gasolina y pagué. Al ver mi hijo Fernando que el vendedor sacaba un buen fajo de billetes para dar las vueltas, preguntó: “¿Papá, y usted porqué no se pone a vender gasolina?”

 

 

Las niñas y los niños tienen la inteligencia innata para interpretar las palabras tal como son y no con el sentido figurado que les damos los adultos. Y si no, veamos el caso de Pablito sobrino de escasos tres años. Una vez cansado de sus zapatos, decidió quitárselos frente a su abuela. La abuela le dijo al niño a manera de reproche y para evitar que lo hiciera: “Pablito, si te quitás  los zapatos te doy correa”.  Pablito se los quitó, salió hacia el otro cuarto y regresó con una correa en la mano y se la pasó a la abuela. Sobra decir que la abuela después de la sorpresa pasó a la risa y luego a la carcajada; mientras tanto Pablito no entendía por qué  a la abuela se le caían los dientes y los volvía a recoger.

 

 

A veces algunos niños entran en contradicción con la academia de la lengua como le pasó a un amigo mío con su hijo  de cinco años, cuando le explicaba el correcto significado del prefijo bi y para el efecto tomó unos ejemplos. “Mira hijo: binóculo es  el aparato que tiene dos lentes para ver de lejos; bicicleta  es ese medio de transporte que tiene dos ruedas, por lo tanto la palabra bi quiere decir dos”. “¡Ajá!”, exclamó el niño, “entonces cuando hablan dos personas es un biólogo”.

 

 

David, después de haber conocido colegios de todo pelambre llegó a uno de curas. Allí David, de catorce años, conoció la disciplina clerical que es peor que la castrense -le costriñen hasta creer en las vírgenes del barrio- pero le tocó amoldarse a las circunstancias, no fuera que se topara en el siguiente paso con una correccional.

En el tercer mes de estudio, apareció el cura rector en el salón de David para proponer un curso de liderazgo.

 

-¡Los niños que quieran ser líderes levanten la mano!

 

Todos levantaron la mano con excepción de David.

 

-Y usted David, ¿no quiere ser líder? Preguntó el rector.

-No padre, no quiero ser líder. Yo soy líder.

 

 

“Los viejos, entre más viejos más pendejos”, reza el dicho popular; y el “Pastuso” Burbano no fue la excepción, según lo demostró su nieto Raulito.

 

Cuando tenía más urgencia, el “Pastuso” sacó el carro, un campero chiquito e insignificante –como pan de entredía- para hacer una gestión en el centro de la ciudad, en compañía del nieto. Preciso cuando más apurado está el ser humano se encuentra el mayor número de obstáculos y el “Pastuso” halló un trancón inconmensurable. Entonces le dio por pitar frenéticamente hasta cuando Raulito, de quince años, le planteó serenamente una lección de filosofía:

 

-Abuelo, ¿para qué pita? El del afán es usted; los señores de adelante, como ve, no tienen afán.

 

 

Pregunta de un niño de cuatro años para que alguien me ayude a responder:   

¿Para qué sirven las montañas?