sábado, 13 de noviembre de 2010

Memorias de un hombre común

Diciembre primero de dos mil seis
Comienza el declive de un año viejo; comienza la gente a crear el ambiente navideño como posibilidad cierta de felicidad -la plata alcanza para comprar regalos y trago, después de pagar las deudas- o como oportunidad de goce  -se puede amanecer en otra parte y no lo regañan-. Viene la transformación de los seres humanos, de huraños: pendencieros durante diez meses y medio, en simpáticos conciliadores de diciembre y enero, cuando la parranda obliga. Es muy fácil en diciembre desplegar una sonrisa al mayor desconocido y éste devolverla como el amigo de toda la vida. Las mujeres están predispuestas a aceptar todo tipo de invitaciones -claro, depende del tipo-  y los hombres a no desaprovechar este mes de cuadres y despelotes.

Diciembre es un mes de excepción; es el mes de los balances y de los buenos propósitos. El mes de la feliz navidad y del feliz año nuevo; el mes de los recuerdos y las nostalgias, pero sobre todo de los bailes interminables y las bebidas gratis.  Aquí en Popayán comienzan a desfilar los platos de nochebuena entre las amistades frecuentadas por años y aún no dispersas por bochinches. (Los bochinches se vuelven revistas de farándula en la medida en que las ciudades crecen.) Los manjares de la navidad son bandejas llenas de porciones de dulces que se cruzan, entre La Pamba y el Cacho; entre el Valencia y Pandiguando; entre La Esmeralda y el Bolívar; en fin, platos en competencia de gastronómica amistad a ver quién los preparó mejor y quién innovó sobre lo ya creado de manjar blanco, manjarillo (es el mismo manjar blanco pero con panela), dulce de coco, de higuillo, de papaya, de piña, de breva, de limón, de naranja, de mora, guayaba y, encima, natilla. Las bandejas se adornan con preparaciones de harina y maíz como hojaldres, rosquillas y buñuelos; es una comilona familiar negada a los diabéticos, asediado por los niños y devorada por los obesos de buenas grasas.

El plato de nochebuena es una obra de arte, superior a las rectas en espiral alucinógenas de Rayo y a las gordas descuajaringadas de Botero.

Durante todo el año, pero con mayor énfasis en este mes, se da rienda suelta al ternero, espléndido plato de gourmet, familiar de la morcilla por la misma razón: es mejor comer y disfrutar sin preguntar cómo se prepara.

Aparecen los músicos más auténticos de la región por la calidad de la música y por la pobreza. (“Eso de ser rico no es para los pobres”.) Se llaman chirimías esos grupos que transportan en reiterada sonajera, tambores, flautas, maracas, carrasca  y triángulo. Encabeza el diablo -da tristeza en vez de miedo- que, al igual que sacristán de parroquia, lleva un colador, rojo como su cola y cachos, que extiende al público para que le echen la limosna. (¡Oh pobreza!, qué infeliz me haces contigo y cuán feliz sin ti.)  La música de la chirimía es la alborada musical de la navidad y la extensión al nuevo año, cuando se repiten las centenarias costumbres de nosotros, descendientes en tracalada de españoles, indios, negros y uno que otro árabe, de volvernos cerdos por dos días, el cinco y seis de enero. Para quienes no nos conocen y pasan por cultos y eruditos esa costumbre es un salvajismo; lo dicen los mismos que aplauden la muerte del noble toro de casta en un circo de arena; lo dicen los mismos que ennoblecen la acción de matar a otros seres humanos en  guerras inventadas por los fabricantes de armas.

El cinco y seis de enero nos pintamos de negro y blanco; nos echamos agua; nos irrespetamos con la mayor decencia; nos ridiculizamos con el mejor humor. Es una terapia que nos permite reivindicar nuestra condición de animales terrestres ajenos, por dos días, a las normas del buen vestir, del buen hablar y cercanos al buen reír, al goce libertino. Después de estas festividades volvemos a la realidad, conscientes de que no vamos a vivir acartonados toda la vida.  
 
Los aguinaldos se acabaron; ya no se practica esa costumbre de poner a prueba la disciplina que no tenemos. Antes las apuestas se hacían, entre un hombre y una mujer, sobre penitencias inventadas como palito en boca (quienes apostaban debían llevar siempre un palito en la boca y mostrarlo cuando lo requería uno de los apostadores; quien no lo mostraba, perdía);  hablar y no contestar (uno hablaba o preguntaba y el otro no debía responder); estatua (un apostador en cualquier momento gritaba ¡estatua! y el otro debía quedarse quieto); beso robado (sobra decir quién ganaba y quién perdía y por qué).

Después de la navidad -trago va y trago viene en carrusel de mezclas- aparece el temible guayabo o resaca -el mundo da vueltas al revés y el aumento de la presión arterial convierte a la cabeza en caldera hirviente de dolor- que sólo se cura comiendo, despacio y temblando, una sopa de tortilla cargada de sales con la encima de un prolongado sueño.