sábado, 26 de diciembre de 2009

Memorias de un hombre común

Mayo primero de dos mil seis
Hoy en Colombia se celebra el día del trabajo, descansando. Es festivo y aquí en esta tierra de feligreses adobados con partidismo, como cosa rara se hace una procesión. Llevan en andas la imagen del Ecce Homo (he aquí el hombre) de regreso a su morada permanente: una iglesita que es importante porque se la ve desde el parque Caldas incursionando la montaña y la llaman Belén.

Ese hombre (Ecce Homo) es el patrón de la ciudad, según la imposición eclesiástica católica. Y como nos gusta que nos azoten, nos gustan los patrones. O bien tenemos inclinación de mártires -no nos ofendemos si nos sacan los cueros al sol- o vocación de masoquistas -somos felices sufriendo, no importa que sea por el desamor de las mujeres, propias o ajenas-. De todas maneras la morcilla es negra.

A comienzos de los años cincuenta cuando gobernaba al país un ejecutor del mandato extremo, este conculcó libertades ciudadanas incluida la libre reunión. Los opositores políticos vieron la posibilidad de reunirse en pleno primero de mayo sin ser disueltos y menos encarcelados, haciendo la procesión del Ecce Homo. Así se hizo y así se quedó hasta ahora. Un acto de rebeldía lo convertimos en un evento tradicional; la rebeldía hoy consistiría en suspender la procesión. Pero quién se atreve.

Los obreros, para el desfile, cambian el overol por el vestido de paño negro, usan corbata, zapatos bien embolados, reloj de leontina y utilizan el bolsillo trasero izquierdo del pantalón para meter la media de aguardiente. (Antiguamente la industria licorera  producía la caneca de aguardiente que tenía la forma cóncava y el tamaño preciso del bolsillo alcahuete del pantalón. Era, entonces, muy elegante echarse un trago, como lo hacen hoy los europeos con sus licoreras de bolsillo en acero y cuero. Ahora con la media -cilíndrica y roñosa- en el bolsillo nos vemos más ordinarios que paletero en un velorio y de eso tiene la culpa la industria de licores.)

La procesión del Ecce Homo es sólo para varones, las mujeres tienen derecho a ver a ese hombre y a los otros desde el andén. Nada de pedir moco cuando el hachón está desbordado. El hachón es una larga vela gruesa que da estatus en el desfile; se infiere que en el hogar el tamaño se mantiene y el moco es para uso casero. El moco, había olvidado aclararlo, es la cera que se riega a lo largo de la vela cuando está prendida y cuando no tiene la ruana de cartón que impide el quemón.

Hacia las diez de la mañana empieza el recorrido, sobrio, elegante; promediando las dos horas se conserva elegante pero se nota el vaivén de la ebriedad, y luego de tres horas finaliza descuajaringao; corbata sin nudo, media vacía, hachón quebrado, moco derramado y vestido untado con polvo de barranco.

El patrono ya está en su sitial y los fieles más borrachos que administrador de guarapera. La tarde sirve para calmar la “rasca” -esa borrachera extrema que anula la conciencia, la ciencia y la paciencia-. Aparecen los vendedores de rellena, frito de cerdo, chicharrón, empanadas de pipián y de guiso, masas de choclo, pasteles de yuca, envueltos de choclo, champús, chicha o aloja y otros deleites que a esa hora caen muy bien al cuerpo embutido de alcohol y cansancio.

Dicen que el hambre es la mejor salsa y de esta hay bastante en los alrededores de los quingos de Belén, tipo tres de la tarde. Los vendedores acuciosos venden todo el producido y a veces les queda faltando. Cuando esto ocurre, los últimos borrachitos se van a la calle trece donde aún sirven ternero, plato exquisito que no conocen en Taiwán. El ternero, lo mismo que los platos citados, acaban con la “rasca” que se atenúa aún más con unas “amargas”. Los parroquianos seguidores del patrón,  hacia las seis de la tarde, cuando el bolsillo está chulpio inician el regreso a casa.

Se ha cumplido la jornada religiosa de cada año; por esta vez estamos salvados, no importa de qué, y éste es un elíxir que nos permite continuar la rutina, libres de toda culpa.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Memorias de un hombre común

Abril veintisiete de dos mil seis
Los viajes son reconfortantes. Después de una actividad ininterrumpida bien vale un descanso  y lo mejor -si hay plata y ganas- es desarraigarse por breve tiempo de la patria menuda, de los amigos canaleros, de las damas imposibles. (Vienen a mi memoria las dos clases de mujeres que existen en el mundo, según clasificación arbitraria de un casanova en plena madurez: las que le gustan a uno y las que le dicen sí.) 

En Buenos Aires -Argentina, aclaro, porque en el Cauca hay un Buenos Aires poblado de negros  lisos de clima frío-  hice lo que todo turista hace, además de gastarse el dinero ahorrado en meses de privaciones lúdicas. Pero como esto no es una guía turística, voy a referirme a las personas con quienes intercambié impresiones, argentinos con fama de engreídos que resultaron fascinantes anfitriones, plenos de humor incomparable, sencillos hasta las suelas.

A Buenos Aires trastearon la Europa gala, la Italia latina y la negra Africa cuya presencia es musical de origen: el tango. Hay dos grandes pasiones que la identifican: el fútbol y el tango. A pesar de haber sido puerto negrero en la época colonial, es más fácil conseguir un negro en el norte de Suecia que en la Costanera. El taxista, cargado de años y descargado de pelo, a quien contraté para  el recorrido por el Gran Buenos Aires, me dio una explicación, que juzgo válida, de por qué a un puerto negrero no le quedan negros. El calvo rioplatense me dijo que dos sucesivas epidemias de fiebre amarilla habían aniquilado a los negros y a sus capataces. Que por estos acontecimientos la ciudad creció al alejarse del puerto donde se hacinaban las víctimas.

En los períodos en que yo no preguntaba el taxista me interrogaba; los argentinos son más curiosos que un lince hambriento.

-Y vos, ¿porqué no trajiste a tu mujer y tus hijos?
-Porque mi mujer trabaja y mis hijos estudian.
-¿Y vos qué hacés?
-Pues, nada.
-¿Cómo que nada?
-¿Qué hace un jubilado?
-¡Pero vos estás joven para ser jubilado!
-Gracias. Pero ya no me cocino con dos aguas.
-A estos colombianos quién los entiende. ¿Qué tiene que ver la cocina aquí?

Mi taxista resultó fenomenal, un guía estupendo. Me confesó ser hincha de Boca Juniors y yo dije ser fiel a Millonarios, que él asoció con River Plate, y estaba en lo cierto. Me mostró Eseiza, el barrio donde entrenaban, para perder, los de River,  porque necesitaba unas camisetas autografiadas de los jugadores para mi sobrino, el único que juega fútbol mejor que su tío. También me indicó dónde comprar camisetas, cachuchas, sombreros y petos de Boca; se bajó del taxi en plena Bombonera y me consiguió la boleta para el partido del domingo próximo: Boca-Chacarita, sin darme tiempo a revirar, porque yo quería ver  River-Banfield. Cuando intenté hacerle el reclamo me dijo:

-Cómo se te ocurre ir a Núñez en vez de la Bombonera. Nuestro estadio es único porque juega Boca, además la boleta no te cuesta nada porque me la regalan a mí que soy hincha hace cincuenta años del mejor equipo que vas a ver en tu vida. ¡No seas boludo!

Con esas contundentes razones me resigné a postergar mi visita al estadio monumental y quedarme en la Bombonera. El cambio no fue malo. Me divertí como gamín “colao”. Hacía rato no oía unos madrazos tan decentes -bien deletreados- que el árbitro y los jugadores escuchan y devuelven como del comedor a la sala. En la Bombonera todo queda cerca; los jugadores y el público se tocan; cuando el árbitro grita las tribunas le contestan doble; el entrenador y los asistentes hacen de recogebolas porque están sobre la raya disputando espacio con los policías. Como buen seguidor de River, me tocó que ponerme la gorra de Boca para que no me identificaran. En todo el partido no abrí la boca, mía,  por seguridad, vaya y gritara ¡Millos! ¡Millos! y las barras bravas me sacaran por la abertura norte-oriente para caer en el barrio Boca donde recogen lo que queda de los hinchas de River.

Hice tour, días después, a “Caminito” que también queda en el barrio Boca. Ese día fui con mi cargamento de camisetas y cachuchas de River, compradas en su sede, que por razones de tiempo no alcancé a dejar en el hotel. Después del recorrido turístico, a pie, me dejó el bus de mi grupo. Estaba tan emocionado viendo las pintorescas residencias y casas de inquilinato, de colores fuertes como si fueran tropicales de la costa guajira de Colombia; lidiar con los vendedores ambulantes que no gritan sino que cantan para hablar; de posar con la despampanante vedette para que me tomen fotos bailando un tango imaginario, que se me pasó el tiempo sin darme cuenta. Con el sol abrasador y resignado a caminar por la orilla del Río de la Plata, me encasqué mi cachucha de River y emprendí la ruta hacia Puerto Madero. Después de quince minutos me alcanzó el bus. La guía turística, rubia, bonita pero chiquita, como muñeca de mentiras, me increpó preocupada:

-¡Vos estás loco! ¡Cómo se te ocurre caminar por el Barrio Boca con la gorra de River!  ¡Te habían podido matar!

Como en ningún momento me sentí en peligro, me pareció muy exagerada su apreciación y sólo atiné a decir:

-Más peligroso es el estadio.

La filimisquita, después de saberme seguro y comprobar que era colombiano, me volvió a fustigar:

-¿Y vos no te acordás del cinco cero? ¡Si te hubieran descubierto te lo habrían cobrado!  
   
Ubicado entre la manada de turistas sonsos que se reían como si fuera el gracioso del día, me di a la tarea de mirar el Río de la Plata , que tiene el agua de color café con leche, nada parecido con la plata, y metí entre mis olvidos a la chiquitica regañona.

En Puerto Madero decidí almorzar y llegué a un restaurante de excelente aspecto. Un elegante empleado que parecía el gerente, atendiendo mis sugerencias, me llevó a una mesa de vista privilegiada. Allí me dejó y me dijo que ya vendría el mesero a atenderme. Pasado el tiempo normal, apareció el mesero que, detrás de una columna y la cara cubierta con el menú, me decía:

-¿Señor, lo puedo atender desde aquí?

Entre mí decía: “y a este zoquete ¿qué le pasa que no se acerca?”

-¿Señor, le dicto la carta desde acá? Hay algo que me fastidia.

Con el hambre que tenía y la piedra que me salía ya iba a mandarlo a las Malvinas, cuando caí en la cuenta de que no me había quitado mi cachuchita de River. Entonces le dije con acento patojo que se parece en todas partes:

-¡Ah! Seguro, vos sos hincha de Boca.
-Sí, señor. Y esa cachucha... Usted comprende.
-Mirá, si me la quito es porque no se debe comer con la cabeza cubierta.
-Gracias, señor. ¿Ahora sí, qué va a ordenar?   

Me atendió como a los reyes y, entre ida y vuelta para servir a otros comensales, hablamos de todo, incluido el fútbol. Casi suspende su trabajo para compartir conmigo, pero a diferencia de los colombianos quería hablar sin licor de por medio. 

Cuando atacaba al salmón que había ordenado, le dije que era mucho para mí y me aclaró:

-Para nosotros ese salmón es una entrada. Aquí comemos mucha carne y la bajamos con vino.
-En Argentina las carnes son excelentes.
-Los vinos son excelentes.
-Regalame un vino.
-¿Sabés? Te regalo la carne y me comprás el vino.
-¡Claro! Como ves que no puedo con el salmón.
-Por eso mismo, ché.
-Parecés paisa.
-¿Parecés qué?
-Paisa.
-¿Cómo paisa?
-En Colombia paisa es el que regala lo que no sirve a precio de costo.
-¿Paisa? Debería estar en la Casa Rosada.
-¿El palacio presidencial?
-Sí, la guarida.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Memorias de un hombre común

Abril veintitrés de dos mil seis
En Colombia, por esa tradición de saltar del campo a la ciudad, para alcanzar el progreso personal y familiar -pasar de ser arremangado a usar zapatos de charol antiguo- hemos tenido dirigentes de todo orden que llevan arraigados elementos propios de su ideología campesina. Por más que traten de hablar como citadinos, siempre les sale el arriero que llevan dentro y lo tratan de disimular volviéndose pedantes en la expresión. No hace muchos años estos personajes importantes trataban de esconder su origen renegando de sus manifestaciones espontáneas -“el que es no deja de ser y guarda para la vejez”-. Hasta acusaban a sus subalternos de vulgares y  faltos de originalidad cuando los oían usar dichos y citas que en casa se las restregaban. De un tiempo para acá, se volvió signo de picardía sacar el repertorio de frases propias de las gentes del campo -que son sabias sin proponérselo- y ahora llegamos al colmo de tener un presidente que las utiliza a menudo, como único fundamento intelectual.

 Los refranes tienen la particularidad de evitar largas expresiones y ser precisos en el consejo o reprimenda. Si usted, por ejemplo, frecuenta a algún tacaño, por no decir pichicato, es conveniente recordarle que  “la plata del miserable se la come el vagabundo”.

Cuando alguien pasa por no saber lo que sí sabe pero no lo dice por conveniencia o lo dice introduciendo la confusión para no comprometerse, cae bien decirle: “hacete el atembao y así te quedás”.   

Ahora bien, momentos difíciles tenemos todos los que integramos esta pelota de agua que se llama Tierra. Yo, particularmente, en mis primeros intentos de conseguir trabajo para devengar, padecí el dolor de no poder vestirme como quería mi novia. La economía precaria me alcanzaba para comprarle helados y llenar hojas de vida. En las entrevistas tenía un bajo puntaje en presentación personal, porque se notaba lo tizada que estaba la camisa que ya había ajustado la misma vida útil que el pantalón. Mi mamá, al verme así vestido, no le echó la culpa a la novia sino a la situación y me dijo: “cuando uno está mal, es cuando mejor debe vestirse”. Preciso, dejé a la novia y conseguí trabajo.

No es por dármelas, pero mis padres nunca nos dejaron aguantar gurbia siendo niños. Cuando no había qué comer, comíamos gallina. La razón: Vivíamos en el campo y allí cultivábamos, criábamos gallinas, cerdos y hasta cuyes;  nos visitaban familiares cercanos y los primos lejanos y las primas de otros primos. Mis padres multiplicaban la comida aplicando aquello de “si hay comida para dos, hay comida para tres”.

Hay una expresión que se acomoda a quien intenta hacer un trabajo para el cual no está entrenado, como por ejemplo cuando usted se vara en carretera y aparecen como brotados de la tierra “mecánicos” que opinan lo contrario de lo  que usted ya sabe: que el carro se varó por falta de batería, -hacía tres años no la cambiaba porque tenía buen pito-. Los “mecánicos” espontáneos comienzan a especular: que es el chicler, que son los platinos, que es el carburador y usted se ríe de lado porque el vehículo es de inyección electrónica. No falta quien se zambulla debajo del carro para impresionarlo con su profesionalismo y sólo consigue mancharse el vestido, los pómulos y las manos para dar su dictamen: no pasa la corriente. Entonces, “viene como anillo al dedo” ese refrán que dice: “al que no sabe de bragas, los calzones le hacen llagas”. 

Ahora, si usted hace negocios con paisas, lo más probable es la tumbada. Usted obra con rectitud, porque así nos educaron desde chiquitos
-por lo menos aquí en este valle de próceres- y el paisa  le voltea la cosa haciéndolo actuar ingenuo. Allí se aprovecha. Si usted se queda sin plata y sin negocio, el paisa se queda con la plata suya y el negocio suyo y a eso le llaman viveza, que no es otra cosa que engaño descarado, porque usted actuó con honradez y partió de la buena fe del otro; pero el otro era paisa. Por eso mi mamá decía: “juntos, ni con los difuntos”.

“Estoy tan acostumbrado a los desprecios, que las atenciones me incomodan”, decía un compañero de trabajo por allá en Bolívar (Cauca), cuando íbamos a visitarlo y utilizaba esta ironía para sentarse con nosotros a departir en la única taberna que vendía aguardiente. Las demás vendían whisky, en la época de la bonanza marimbera.

Después de algunas horas de buen beber sabíamos cuándo había que retirarse al reposo -como los buenos gladiadores- y era cuando nuestro amigo se paraba y decía con autoridad indiscutible: “aquí donde me ven, yo soy desigual a cualquiera.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Memorias de un hombre común

Abril veintidós de dos mil seis
En este Valle de Pubenza -que no es valle de lágrimas sino de farras- que alguna vez descubrió para los españoles el Adelantado -le decían así porque se les adelantaba a los maridos de las indias- Don Sebastián de Belalcázar, existe la proverbial costumbre de reseñar a sus gentes por apodos.

A nosotros, por ejemplo, nos dicen “patojos” y la razón se remonta -según me contó “Chancaca”- al siglo dieciocho, cuando en Popayán las casas eran con pisos de ladrillo sin pegar. Por los intersticios del piso nacía la plaga de la nigua, insecto criollo, parecido a la pulga pero con familia. Para colmo de males, en esas lejanas centurias no se usaban zapatos de cuero sino alpargatas de cabuya que eran un excelente vehículo para que el dichoso animal hiciera tránsito a los pies y, más preciso, debajo de las uñas donde anidaba, ponía huevos y se desarrollaba hasta alcanzar la adultez. En estas condiciones el sufrido ciudadano usaba los fines de semana para extirpar eal animal crecido -a veces uno por cada dedo- con un alfiler. Después de la cirugía casera no quedaba otra que caminar cascorvo al no poder asentar bien los pies en la alpargata por el jijuemadre dolor. Esa forma típica de caminar indujo el apodo que ostentamos, aunque para mediados del siglo pasado y en  estos tiempos la nigua se haya extinguido o por lo menos ahora no se nos encarama porque ya usamos zapatos y los pisos son cerámicos.

El nombre de pila en infinidad de casos se hace lejano y nulo, cuando quien lo lleva ha sido bautizado por las lenguas agudas y picantes con un apodo que lo identifica plenamente. Es el caso de un vecino bajo de estatura y fornido, casi cuadrado, a quien le decían “Muñeco de repisa”. Su nombre verdadero nunca lo supe. 

Cierta señora, por azares de una hemiplejía, quedó con un defecto físico visible. En la calle, cuando se atrevía a salir, las  personas le notaban que tenía la cabeza y la boca torcidas a la izquierda en forma permanente. De ahí que algún ajedrecista desocupado le puso el apodo de “Peón de ajedrez”, porque camina de frente y come de lado.

De tres señoritas muy simpáticas, que andaban casi juntas, a dos de ellas les decían “Las dos en punto”, porque la una pasaba y luego las dos en punto.

Como de señoritas se trata, tuvimos el privilegio de conocer a tres preciosas damas de cuerpos exuberantes y unas caderas de esas que sirven para remendar medias, a quienes, con sobrada razón, les pusieron “Las rompecalzones”. No es necesario agregar más detalles.

A cierto doctor en derecho, mono, colorado, que olía feo porque no se bañaba, alguien le dio por decirle “Trucha ahumada” y así se quedó.

Es probable que si usted visita a mi ciudad encuentre diálogos como este:

-¿Sí supiste que a  misia  encangada le cayó la DIAN, por no pagar impuestos?
-¡No me digás! Y seguro fue porque peleó con “Cristo viejo” y la aventó.
-¡Qué va! Si fue porque no le quiso fiar a Santo lavao que tiene mucha influencia con  Paspitas.
-¡Ah! ¿“Paspitas”, el que  trabaja en la DIAN?
-No. Si “Paspitas” ahora es jefe nacional del ministerio en Bogotá. Vos lo estás confundiendo con el familiar de “Chuspas”.
-¿Cuál familiar de “Chuspas”?
-Pues “Talego”.

lunes, 19 de octubre de 2009

Memorias de un hombre común

Abril catorce de dos mil seis
Estamos en Semana Santa y aquí en Popayán es la oportunidad de ver museos, que todo el año están cerrados; de ver exposiciones de artistas que se la pasan libando en El Sotareño todo el tiempo, menos esta semana; de oír música que no sea ramplona y con percusión de sordos; de ver a visitantes, en las artesanías, comprar chucherías caras que nosotros regalamos en las primeras comuniones. Estamos en Semana Santa y los payaneses hacemos todo lo posible para quedar bien con los turistas, que hasta los invitamos a comer “cholaos” en El Morro. La cuestión religiosa se la dejamos a los curas españoles que todavía creen que los nombra el virrey de España y no el capelo de Roma.

De las exposiciones, que me llenaron de nostalgia por los tiempos idos y las deudas perdidas, me gustó la de fotos antiguas de Luis H. Ledezma, un ciclista que en plena vuelta a Colombia se bajó de la bicicleta a tomarle fotos a Ramón Hoyos y se dio cuenta de que pagaban más por foto que por pedalazo. Dejó empeñada la cicla a cambio de una Lumiere con flash instantáneo -después de darle manivela media hora- y vino a descrestarnos con fotos de Honorio Rúa, Justo “Pintado” Londoño, Efraín Forero, “Cochise” Rodríguez, el “Ñato” Suárez y  Alirio  Bedoya.  Hago la aclaración para los jóvenes que  no saben qué es una vuelta a Colombia, que los citados fueron nuestros héroes del deporte así como hoy lo son para ustedes los Ronaldiño, Zidane, Messi, Henry, con la diferencia de que estos son extranjeros que saben jugar bien al fútbol y persiguen la plata que da la fama, y aquellos eran colombianos que sabían andar por trochas en bicicleta sin perseguir a nadie pero a quienes les llegaba la fama sin plata.

La exposición de Ledezma nos devuelve en el tiempo a esos monumentos arquitectónicos que fueron construidos con excelente buen gusto y que hoy, ya desaparecidos, han sido reemplazados por contenedores cuadrados de tres pisos y en el peor de los casos por parqueaderos a pampa rasa de carros destartalados.        

 La antigua estación del ferrocarril, inaugurada en mil novecientos veintiséis, era de una  soberbia belleza; si existiera, sería monumento nacional. Pero su demolición fue “una estupidez mayúscula”, según decir de los expertos que no estaban presentes o estaban durmiendo cuando la dinamitaban. A mí en particular, además de la estación, me gustaba el entorno, esa vía de palmeras que parecía no acabar, daba la sensación de que el centro quedaba muy lejos y las bodegas y su frente nos hacían la impresión de amplitud bien aprovechada. Allí daban cine gratis en blanco y negro, construían casetas para tirar paso a fin y comienzos de año; “Pateguaba” quemaba  “cuetones” y nadie se daba cuenta de su defecto -caminaba como si tuviera los zapatos cambiados-. Eran otros tiempos, hasta cuando llegó un alcalde conservador progresista -¡qué contradicción!- y se tiró todo. Todas las cosas malas
-centro de comercio con fufurufas y  basuqueros, galerías con ratas, rateros y basuras- que afean a nuestra ciudad tienen la impronta de este personaje que no voy a citar porque todos los segundos domingos de mayo le nombran... Como aquí es muy fácil destruir, a este señor le ayudaron con el silencio cómplice mis paisanos que en su momento tenían el poder de detenerlo. Por eso dicen que no hay peor artista que un ingeniero civil fungiendo de arquitecto. Ahora sólo nos queda la nostalgia, acrecentada por las fotos inverosímiles de Ledezma.

(Cuando llegó por primera vez el tren a Popayán, en mil novecientos veintiséis, también llegó el presidente de la República, Pedro Nel Ospina, a inaugurarlo. Fue un acontecimiento que congregó a los ciudadanos de todas las poblaciones vecinas. El presidente se bajó del tren con venias y honores de las fuerzas militares y caminó hasta un automóvil de la época que lo llevaría al centro de la ciudad. Pero observó que la gente común no le paraba bolas, nadie lo determinaba y hasta lo empujaban en la algarabía como si fuera un curioso más. Ante la situación inesperada, el presidente sorprendido se dirigió al negro Cecilio, primer ciudadano que encontró en el camino, y le preguntó: “¿Señor, aquí por qué no les llama la atención que llegue el presidente de la república, como en otras partes?” El negro Cecilio, sin dejar de mirar la locomotora, le respondió:
-Bueno, aquí presidentes llegan a cada rato, pero trenes no.)     

Aunque ustedes no lo crean, asistí al último concierto de abono del festival de música religiosa. No me voy a referir al concierto en sí. El abrebocas del certamen es la gente que concurre y de esto sí les cuento. No encontré a persona conocida alguna, salvo la empleada que me vendió las boletas, quien cuando le dije que quería palco de primera, entrecerró los ojos y me dijo que todos los palcos eran de primera. Como a mí me han enseñado que no se debe discutir con una mujer -así esté equivocada por extraviar su interés hacia el vecino-, le dije que me diera un puesto en el primer palco encima de platea, lado derecho, que es donde mejor se oyen los violines. Me vendió la boleta y me lanzó una mirada para recordar, como si tuviera la culpa de mi buen gusto.

Había personajes disímiles. Unos jóvenes elegantes vestidos de negro -bueno, el negro siempre es elegante, con excepción del negro Chantre- que se movían diligentes orientando a los asistentes y entregando información sobre el concierto contenida en un folleto. También observé a unas señoras ataviadas con pañolones modernos, brillantes, de lentejuelas doradas y audífonos metidos en sus orejas en forma de rosa, cuyos pétalos estaban orientados no hacia el escenario sino hacia los vecinos de atrás. A mi lado estaba una señora paisa, de amplio recorrido por el mundo de la cultura, porque después de cada movimiento de la orquesta sinfónica era la única que gritaba ¡bravo! tres veces y todos volteábamos a ver si no se había confundido con un concierto de Darío Gómez. Luego supe que en Europa se acostumbra manifestar así el entusiasmo por una ejecución excelente de música sinfónica. Me quedo con el entusiasmo patojo de los aplausos a golpe y prolongados, que ponen a caminar entre camerino y escenario varias veces a los solistas y al director, hasta que se cansan y repiten el último movimiento.

No podía faltar el señor canoso setentón acompañado de su joven doncella analfabeta, que después de la obertura entraba en plácido sueño y luego, en el segundo movimiento, la doncella recostada en su hombro empezaba a emitir ahogados sonidos de placentera somnolencia. En el último movimiento orquestal, ambos roncando a dúo hacían parte de los espectadores molestos a quienes les tiraban bolitas de papel, bananas o un masivo ¡sshhh! para que fueran a dormir a sus casas.

También estaban presentes algunos políticos “quemados” en las últimas elecciones parlamentarias mostrando, uno que otro, una sonrisa siniestra como asegurando después me las pagás; otros, aprovechaban el sonido ambiental para resaltar su profundo amor a la cultura, cuando ni respetan a sus congéneres, primer paso para ser culto; otros más, posaban de eruditos y hablaban en voz alta sobre sus experiencias en este tipo de eventos en Washington, Nueva York y Miami, porque los viáticos no les alcanzaron para ir a Londres, Paris y Roma.

El personaje que salvó la noche fue el contrabajista argentino a quien le pregunté, entre otras cosas, cómo le parecían las mujeres colombianas. De inmediato dijo:

-¡Oh, las mujeres colombianas son bellísimas!
-¿Y qué tal le parecen los hombres?, le interrogué malicioso.
-Mirá, con esas mujeres tan bellas los hombres tienen que ser muy bravos.