martes, 27 de noviembre de 2007

FEBRERO 10 DE 2006

Hace poco, un cuasi cantante corroncho decía que para ser universal había que referirse a la tierra de uno. No sé si el gaznate criollo alcanzó el reconocimiento público, pero yo, mejor dicho el suscrito, sí estoy dispuesto a que conozcan el lado anverso de mi terruño, lo de la universalidad se lo dejo a los paisas y costeños que usurpan la televisión colombiana.
Aquí, en mi ciudad, donde alguna vez existió el respeto, -esa virtud que permite auscultar en las otras personas lo importante que somos- se obliga a los viejitos y semiinválidos a ser alpinistas en los andenes, porque otros ciudadanos le conceden más importancia al garaje del carro, al construir rampas de cerámica, con desniveles de miedo. Si fuera ciudadano de poder -es decir con plata de lavandería- le diría al alcalde que reglamentara los andenes para que fueran de un solo nivel, por donde puedan caminar sanos, enfermos, cojos y viejos en igualdad de condiciones. Esto se llama democracia posible. Claro, no faltarán los propietarios que prefieran ver a un octogenario prostático rodando hacia la calzada, antes que pase el bus, a un chueco hacer la triple parábola antes de caer panza arriba, que su carro subiendo en uno o dos niveles, hacia el garaje, respetando el del andén. Esto se llama democracia selectiva. Pero el burromaestro no me va a oír, porque la plata que tengo la conseguí con el antiguo sistema de trabajar y es tan poquita, que solo me alcanza para tener capacidad de enculebramiento con las vecinas, porque los maridos no prestan.

Si usted conoce el centro de Popayán, se habrá dado cuenta que está rodeado de vehículos por todas partes y por esquivarlos, no ve y menos sabe, que el reloj de la torre lo tiene parado; que el edificio de la gobernación permanece cerrado, salvo en manifestaciones de maestros, cuando abren el garaje y las ventanas de arriba; que la alcaldía tiene cuatro portones y ninguna entrada; que los bancos hacen filas tan largas que compiten con la organización empresarial de loteros, vendechucherías y emboladores de la calle; que los jubilados, más viejos que las araucarias que los sombrean, esperan en vetustas bancas del parque de Caldas el advenimiento de una nueva mesada, mientras tanto, son los únicos espectadores del grupo boliviano de música andina que vino de lejos a comprobar que aquí también se aguanta hambre; en fin, si a usted no lo atropella un carro, una moto, una bicicleta y hasta una carretilla es porque no está en el centro de Popayán. En Paris, donde tuve la oportunidad de pasear, gracias a un documental de Discovery Channel, la parte central es peatonizada y permite que los parisinos y turistas caminen, se conozcan y enamoren sin temor a encontrarse con ruidos de motores, ni toser por el paso de una estela de humo encabezada por un ruido con silueta de motociclista. En mi ciudad no se peatoniza el centro porque los comerciantes creen que a pie no andan si no los varados y estos no compran, por eso no lo permiten; los funcionarios públicos quieren llegar en carro hasta el zaguán de la oficina y también se oponen; los propietarios de buses, busetas y colectivos, amén de los taxis, consideran que la clientela aborta la pereza y si caminan tres cuadras, pues caminan otras tres y llegan a sus casas, de ahí que lo impidan; los médicos, que en estos tiempos saben más de variables de mercado que de venas várices, tampoco dejan, porque al caminar, su potencial clientela mejora la circulación sanguínea, elimina la hipertensión; los triglicéridos y el colesterol se vuelven agua potable y en consecuencia, sin enfermos terminales, bajan, como en tobogán, las tasas de utilidad económica y el negocio se va pa’l carajo.
Como ustedes ven, hay razones de sobra para no hacer las cosas. Es que en mi tierra es muy fácil destruir y harto complicado construir.