miércoles, 28 de abril de 2010

Memorias de un hombre común

Agosto treinta de dos mil seis
Ayer tuve un sobresalto cuando me encontré con una linda dama que rondaba mis profundos sueños en forma de opción. (Me acordé del profesor “Carediablo” cuando una vez en clase de español, para que nos aclarara el término deseo, dijo que eso era como cuando uno compraba la lotería: no debe decirse deseo ganarme la lotería, sino tengo opción de ganarme la lotería.) Pues bien, la dama en mención es el ejemplo preciso de cómo la humanidad es injusta. Tiene belleza, inteligencia, gracia, le gustan los perros, incluyendo esos de ladrar, trabaja y devenga; sabe compartir en cualquier ambiente y además tiene carácter. A pesar de todos esos atributos está sola; (¿o será por ellos?) Cuando hablamos, es una sinfonía de ideas precisas, sin valor agregado como dicen ahora, y si hay que hacer un requiebro siempre es el más oportuno y por lo tanto gracioso. ¡Bendita cualidad! Un amigo que la conoció -ya cargado de años y matrimonios- me preguntaba: “¿los hombres son ciegos?” Tengo mi propia teoría que he compartido con esa preciosura; para sustentarla debo citar algunos episodios que se refieren a ella y a otra dama similar de encantadora.

Una vez nos pusimos contentos con unos amigos en una taberna de ambiente bohemio y música popular; “ya entrados en gastos para qué miramos la cuenta”. Estábamos cruzando la primera fase eufórica que conlleva a la filosófica, cuando cantó el artista preferido de nuestra linda amiga. Todos, amigos comunes, reparamos en su ausencia y decidimos llamarla. Fui comisionado para localizarla utilizando el incómodo teléfono celular -sirve para todo, menos para hablar-; me contestó con un “están bebiendo, vagos”.

-Oí, en este momento está cantando el ranchero ese que te trae y nos acordamos de vos. ¿Por qué no venís?, ¿qué estás haciendo?.
-Pues estoy con mi novio, pero espérenme, lo embolato y ya voy.

Preciso a los veinte minutos estaba con nosotros departiendo y adornando la mesa.

En Fusagasugá, por razones de empresa asistí, hace unos cuantos años, a unas conferencias de actualización, que sirven para conocer gente, disfrutar del balneario y seguir más desactualizado que gerente nombrado por directorio político. Allí nos descrestó una preciosa dama de escasos veintiséis añitos con una charla que valió por todas; tenía más títulos que una página de avisos clasificados, pero sobre todo una gracia que incitaba a apachurrarla. Tuve la oportunidad de departir con ella, en la fiesta de despedida, y estas fueron en síntesis las ideas que cruzamos:
-De manera que estás próximo a jubilarte. (Me puso en el lugar donde los hombres no podemos volver atrás; la conversación no admitía galanteos.)
-Después de conocerte, estoy pensando en pedir prórroga por otros veinte años, le dije, contrariando su advertencia.
-Me parece bien, porque aún estás joven.
-Eso de “aún estás” suena a consuelo tibio. Más bien hablemos de ti, ¿tienes novio?
-No. Los hombres me tienen olvidada.
-Los hombres te tienen respeto, respeto profesional, que en el plano sentimental es miedo.
-¿Cómo así?
-Mirá, los hombres, sobre todo estos intelectuales que te rodean, le tienen pavor a una dama que los supere en sus campos de dominio. Por eso uno ve damas capaces, casadas con zoquetes que no sirven para nada. Los zoquetes no tienen miedo precisamente porque les gusta que los traten como inútiles.
-¡Uy! Ojalá que a mí no me corresponda esa suerte.

El resto del diálogo no viene al caso; en el momento más trascendental tuvimos que suspenderlo  porque llegó el director del seminario y, con ínfulas de conquistador inglés y corbata boyacense (lana de oveja negra), llevó a la dama a la pista de baile con un argumento que me sonó a reproche: “Aquí  hemos venido a bailar, no a conversar”.

Esta es mi teoría: mi amiga, la primera, la de arriba, tiene un concepto definido de libertad. Hace lo que todo ser humano debiera hacer: disfrutar los momentos que más le agradan. Si alguien se incomoda, problema de ese alguien. Tiene el carácter para agradarse a si misma aun en detrimento de quien la corteje, quien las más de las veces no alcanza su nivel emocional. Siempre es cortejada por hombres, que asociando a nuestra estratificación social arbitraria, están en el estrato cero o uno, mientras ella se ubica en el quinto o sexto. Otro tipo de hombres no aspiran a ser subyugados -o solo en las primeras de cambio- sino a subyugar y aquí se produce un choque, cuyo desenlace es la ruptura. Estos son los amigos, nacidos del rompimiento, que eluden después cualquier vinculación sentimental.

Alguna vez me preguntó a manera de consuelo esperanzador:

-¿Crees que estoy condenada a estar siempre sola?
-No estás sola. Lo que quieres es verdadera compañía y esta no es fácil de encontrar. Ningún hombre, de los que conozco, va a entender tu libertad y comprender e integrarse a tu entorno. Pero seguro, llegará. (Aún no sé por qué decía para mis interiores: “mirame bien, lo tenés al frente”.)

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