domingo, 22 de febrero de 2009

Marzo primero de dos mil seis

Colombia es un país que, por lo que nos han dicho, ya entró en la era de la informática. Aquí, todos tienen computador, hasta uno. Por todas partes, nos dicen que el sistema se cayó, cuando no nos quieren atender; que usted no puede hacer ese reclamo por que no está metido en el sistema; que los pobres - que son bastantes y prolíficos- deben meterse a Internet para que les paguen el Sisbén, (el Sisbén es un sistema de auxilio para que los pobres se enfermen y mueran, felices y despacio)  y como no saben qué diablos es eso, pues no les pagan; que para enamorar solo basta enviar un correo electrónico -en inglés le dicen E-Mail que quiere decir lo mismo, solo que para pronunciarlo tiemblan los dientes postizos-  en vez de llevar una serenata con mariachi, que aquí en Popayán sale bien cara, no por lo que cobran los músicos sino por lo que beben.  Al fin de cuentas,  todo se mueve -o se atranca- por los tales sistemas.

 

Pero, ¡Oh paradoja!  En la era de los sistemas de información las actividades importantes se manejan al estilo antiguo de papel y lápiz. Mire bien, ponga oído que no es paja como esa que le echan en campaña electoral: reducir la miseria sin reducir los miserables; acabar con la pobreza sin acabar con los pobres.

Resulta que, desde cuando yo la jalaba al primer onanismo, los bancos han tenido el horario de ocho de la mañana a once y de dos a cuatro de la tarde. En esos tiempos, todavía memorables, no había tantos clientes y con tanta plata, las filas no existían, tampoco se habían inventado las salas VIP -very important pueblo, según mi profesor de inglés- y  las cajas rápidas -que con cada avance tecnológico se vuelven  más lentas-; los celadores tenían la misma sonrisa que el gerente y por eso uno los confundía. En esos tiempos, uno veía normal ese horario y si por alguna circunstancia un curioso desocupado -que ya los había- preguntaba porqué, el gerente en persona lo invitaba al Café Alcázar a tomarse un tinto -que era expreso y con vaso de agua, no como ahora que lo cobran caro y le quedan debiendo el agua- y hacía una disertación tan  lúcida que no parecía economista.    

 

Mire caballero, el horario establecido para el servicio bancario obedece a que utilizamos el tiempo comprendido entre las ocho y once de la mañana para atender el público como usted ve . Entre las once  de la mañana y doce del medio día nuestros empleados, antes de cuadrarse, cuadran caja, ingresos recibidos contra egresos emitidos y asentamiento de registros. Nuestros empleados tienen que llevar un riguroso control de sus transacciones en unos formularios pre-elaborados que deben llenar con bolígrafo negro y no debe haber errores. Deben coincidir las cifras en el papel con los valores en caja. Hecho esto, a las dos de la tarde el banco está listo para atender otra vez al público. A las cuatro de la tarde, se termina el servicio y los empleados hacen lo mismo que en la mañana para registrar el movimiento diario. Como usted comprende, nuestros procedimientos obligan a cerrar la atención a nuestros clientes a las once de la mañana y a las cuatro de la tarde de lunes a viernes. El sábado no trabajamos.

 

Ahora vienen mis raciocinios y elucubraciones para asegurar que los sistemas de información sirven para lo mismo que sirve una guadaña en una taberna, por lo menos hoy y en nuestro medio. En el tiempo que corre los bancos siguen atendiendo como hace cuarenta años.

 

Si es cierto que los sistemas de información hacen lo mismo que hacían los empleados de hace lustros, pero más rápido, no se requiere cerrar los bancos a las once de la mañana y a las cuatro de la tarde. Ese tiempo debe usarse para atender la clientela dispersa que comprende desde el mensajero descachalandrao  hasta el comerciante remilgao pasando por  el acaudalado comemocos. El horario de atención al público debe ser de ocho de la mañana hasta las doce del medio día y de las dos de la tarde hasta las seis, o en jornada continua, como se acostumbra en las entidades públicas cuando el jefe es sindicalista, que hace cumplir las ocho horas hábiles. Si el sistema funciona, no puede haber más colas que las de nuestras divas y alguna que otra empleada del banco.

 

Pero el sistema solo funciona a favor del banco y en contra del cliente. Si a usted el banco le manda una ejecución de pago por cualquier concepto -ahora le dicen producto, tergiversando la bella labor de quien crea y construye por la de quien especula y roba- digamos de trescientos sesenta mil doscientos pesos con cincuenta centavos, cuando va a pagar, el cajero -un dictadorcito que maneja un poder chiquito- le dice que tiene que redondear la cifra porque el sistema no reconoce los centavos. Usted está frente a dos opciones: quitar los cincuenta centavos o aproximarlos al peso. En el primer caso, al mes siguiente usted es deudor moroso de cincuenta centavos -ahí el sistema sí los reconoce- y le colocan el aviso de ¨ páguese de inmediato ¨. Si decide pagar, tiene que desembolsar un peso porque, otra vez, el sistema no reconoce los centavos. Si usted no paga y se olvida, la deuda se le incrementa hasta un límite que pone en peligro sus finanzas por el consabido ¨ cobro jurídico ¨. En el segundo caso, aproximar los cincuenta centavos al peso, es como si el banco lo robara; pero como usted, individuo solitario, al igual que la vecina buena de al lado, el sistema tampoco reconoce, nunca haría un reclamo de esa naturaleza, sucede que un millón o más clientes piensan lo mismo y el valor robado, ya considerable, ingresa a diario a las arcas del banco.

Por eso digo con infalibilidad papal que los bancos son ladrones; fuera de la plata que le quitan, le roban tiempo al cliente obligándolo a hacer filas apeñuzcadas que se mueven al vaivén de un caracol renco.  

  

(En el antiguo y extinguido Banco del Estado de Popayán trabajaba Mario que era contador -juramentado pero no titulado- y cajero a la vez. Mario poseía una memoria envidiable que refrescaba diariamente con su trabajo de revisión de cuentas corrientes y de ahorros. Conocía todos los clientes y su estado de cuenta hasta los centavos, de tal manera que cualquier saldo que le pedían lo decía al instante sin la menor equivocación. Pues bien Mario fue víctima de la tecnología; cuando se implantó el sistema telecuenta, donde todos los datos estaban incluidos en una base de datos de computador, los directivos consideraron que Mario ya no era útil y lo relegaron a revisor manual en un cubículo clandestino. Los clientes protestaron porque el saldo se les demoraba, el pago de cheques se volvió tardío, la respuesta del sistema también; la cajera, linda pero con un angstron de memoria, no se acordaba del cliente ni qué le había pedido, hasta que finalmente se fue la luz -ahora dicen más técnicamente se reseteó la fuente de energía eléctrica- y la base de datos quedó en blanco, mejor dicho en negro como el salón; fue la primera caída del sistema. Los directivos no tuvieron más remedio que llamar a Mario quien, en un dos por tres, despachó a la clientela que entre satisfecha reclamaba: Cómo se les ocurre cambiar a Mario por cajeras con aparatos que no funcionan.

De todas maneras, con el tiempo, la tecnología se impuso y Mario pasó a ser un jubilado de portentosa memoria que hizo quedar en ridículo el sistema telecuenta, que los mismos usuarios apodaron ¨ cuenta lenta ¨.) 

 

Un amigo germano de nombre impronunciable a quien nosotros llamamos más fácil Yorye, tiene mucho de colombiano y casi nada de alemán por aquello de que olvidó su rigor y disciplina en aras de pasarla chévere con sus amigos colombianos embutiendo cerveza y rajando de nuestros semejantes, me comentaba un episodio que vivió en Europa y que nos sirve para destacar nuestro desorden en la organización del tránsito, y más preciso en el control de vehículos. Decía Yorye que en Madrid le gustó un automóvil antiguo y en buen estado que vendía a precio de huevo su propietario. El carro era adecuado para emprender el recorrido con su familia -toda colombiana menos él- hasta su natal Alemania y por eso regateó -eso se lo enseñamos nosotros- y lo compró. Una vez hecho el negocio, pago y entrega de la tarjeta de propiedad con llaves y carro, reanudó su viaje por casi media Europa, sin problemas de aduana en las fronteras, sin problemas de placa y sin pago de ¨mordidas¨ como se acostumbra en este país de América latina. Yorye extendió su viaje hacia otros países ya en plan de turismo adicional y en Suiza un ciudadano -de esos que no saben qué hacer con la plata- le propuso compra del vehículo. Nuestro amigo alemán dudó, al estilo colombiano, que esa venta fuera posible por los trámites, aunque la oferta era encantadora dado el volumen de ceros a la derecha, tanto que podría subirse al avión con su familia y llegar a Madrid para retornar a Colombia y sobraba plata para comprar cerveza en Popayán. El suizo -más alemán que el alemán- le aclaró que la compraventa era perfectamente posible por cuanto en la Comunidad Europea todos los vehículos están registrados  y si un vehículo se vende en un país distinto al de su origen, pues con la tarjeta de propiedad, ante las autoridades de tránsito, se actualizan de inmediato el traspaso, la baja de la placa original y la expedición de una nueva. Estas novedades se registran simultáneamente tanto en España como en Suiza. Los costos de la operación son aceptables - bueno, para lo europeos- y los asume el comprador.

 

Se demuestra que en Europa los sistemas de información sí funcionan.

 

Aquí en Colombia nuestros funcionarios son complicados y desordenados como el sistema de control. Un alto funcionario decía públicamente que los controles eran dispendiosos porque había mucha trampa en las operaciones de compraventa de vehículos y por lo tanto no se podían simplificar. Cuando es todo lo contrario: Como hay desorden en la administración y abundancia y complicación de trámites, se aprovechan los delincuentes para hacer sus fechorías. Si todo fuera más sencillo y ordenado habría mayor y mejor control. Esto lo sabe hasta un vendedor de aguacates.  

 

 

Como desocupado que creen que soy por mi calidad de trabajador nominal retirado, me ordenan hacer mandados mis familiares y amigos que todavía trabajan. Ellos están seguros que cuando a uno lo retiran de la nómina entonces se dedica a vegetar -a llenarse de gordana y colesterol- y para evitar que uno se acoquine, le hacen el inmenso favor de ponerlo a trabajar de mandadero.

En uno de estos mandados llegué al distrito militar a reclamar un recibo para pagar la libreta militar de un familiar. Eran las ocho de la mañana; un sargento gordo y bajito me ordenó sacar ficha. Me devolví a la entrada donde un recluta con ínfulas de oficial ante los civiles, me tomó los datos y me dio una ficha, grande e incómoda, como placa de reo, que no podía acomodármela en los bolsillos y me dijo siéntese y espere que lo llamen.  Me senté media hora y me llamaron.

-         ¿Al señor qué se le ofrece? Me preguntó el sargento.

-         Vengo a reclamar el recibo de pago de la libreta de Pascual López. Aquí tengo la boleta de entrega de los documentos.

-         ¡Jiménez!

-         Si, mi sargento.

-         ¡Traiga el expediente de Pascual López!

-         Como ordene, mi sargento.

-         Usted, siéntese y espere hasta que lo llamen.

 

Me senté otra media hora, que aproveché para ver la cara de aburridos de los vecinos, tanto que no les provocaba hablar. Aquella oficina parecía una fiscalía o un juzgado por aquello del expediente que sonaba a sindicado y no a ciudadano que intentó defender la patria.

Me llamaron para verificar la documentación y la pasaron al oficial, que supongo hace una última revisión.

 

-         Siéntese y espere que lo llamen.

 

Me volví a sentar media hora. A pesar de mi paciencia ya empezaba a emberracarme por dentro porque ni modos de hacerlo por fuera, cuando me volvieron a llamar y pasé donde el oficial.

-         ¿El señor ya sabe cuánto tiene qué pagar?

-         Si, señor.

-         Bien, pase enseguida que ahí le expiden el recibo.

-         Gracias.

 

Pasé donde otro suboficial que parecía una garza, porque no le miraba sino el pescuezo. Me recibió la documentación ya visada por el oficial.

     -¿Sabe cuánto tiene qué pagar?

     - Si, señor.

     - Siéntese que yo lo llamo cuando tenga listo el recibo.

     - Gracias.

 

Me senté mi última media hora, al cabo de la cual la garza me entregó el recibo para pagar en el banco el valor de la dichosa libreta militar de segunda.

 

No se cómo funcionan los militares en el campo de batalla pero si en procedimientos administrativos sencillos hay una larga cadena de mandos y si por el volumen de solicitudes no se adopta la sistematización, la guerra está perdida.

 

Estoy seguro que un estudiante del Sena les diseña un sencillo programa de información que funcione -y gratis, con tal que no lo manden a pelar papas al rancho- y puede ser usado por dos funcionarios para atender el alto número de ciudadanos que requieren que no los manden a pelear por segunda vez y más bien les definan la situación militar. En ese sistema, cuya inversión sería mínima, se tendría sistematizada hasta la documentación que se revisaría una sola vez y automáticamente se liquidarían los valores a pagar.

Así un trámite que se demora dos horas se haría en media hora o menos, si se introducen las últimas tecnologías.

 

Pero no nos digamos mentiras, en algunos casos hay sistemas de información que no sirven p´a  pito y en otros, cuando no los hay, tienen que apoyarse en la sabiduría y paciencia del cliente o usuario o sindicado.

 

 

 

 

Si es cierto que los sistemas de información contienen nuestros datos más íntimos, incluido el número de piojos ñatos de cada ciudadano, no entiendo  -y seguro que un PhD tampoco- porqué cuando se va a pagar la mensualidad de la EPS (creo que quiere decir entierros por salario), se tiene que llenar un formulario descomunal con la misma información que ya reposa en el sistema. La EPS y el banco solo necesitan saber quién pagó, a quién se pagó y cuánto, lo demás es redundancia y tortura para el pobre y paciente aprendiz de Job.

 

Si es cierto que los sistemas de información funcionan, aun no encuentro la razón  por la cual un anciano de más de noventa años, tiene que levantarse de la antesala del cementerio, mejor dicho de su alcoba,  hacer fila en la notaría para que le expidan un certificado de supervivencia  que garantice que todavía come, duerme  y  paga -¡diablos, se me fue la p por la c!- y poder recibir el pago de su  anémica pensión.

A mi me parte el alma -y quisiera partírsela a los funcionarios públicos-  ver a una ancianita, más vieja que el anterior, que casi no ve y oye menos, apoyada en su lempo de nieta,  posando para que el notario le establezca un parecido lejano entre la foto descolorida de su cédula y su cara surcada por las líneas de la vida. Luego, el segundón de la misma notaría, le mete el índice derecho de la pobre viejecita en una caja con tinta de pulpo para marcar su huella negra, donde no hay líneas de código sino arrugas entreveradas.

 

Después de esta ceremonia del medioevo, le emiten el dispendioso certificado que asegura que todavía esta viva, incluso a pesar de haber visto la sombra del notario.

 

Si nuestro Estado fuera organizado bajo los tales sistemas de información, las actas de defunción deberían volcarse  en el sistema -diría en lenguaje técnico transcribir la información del papel a la máquina- máximo en tres días que es lo que dura un cuerpo con colonia antes de empezar a oler feo y así se actualizaba la baja de la víctima. El sistema  y Colombia, en forma expedita, tendrían un ciudadano menos que ya no cobraría  pensión. A la bisconversa, si el sistema sigue crucificando al escuálido aspirante a integrar la eternidad, es porque el pensionado está vivo y el estado debe saberlo. Luego no debería exigirle que demuestre que está en pantalla, mejor dicho coleando. Aquí debe invertirse la carga de la prueba.

 

Lo mismo ocurriría con los nacimientos. Si nace un nuevo vástago, así sea en la calle del hospital pediátrico como se acostumbra ahora, debe haber un acta de nacimiento cuya información se volcaría -otra vez ese término de siniestra evocación-  al sistema y así el estado sabría que ha nacido un nuevo contribuyente, un nuevo votante, un nuevo entelerido, un nuevo consumidor, un nuevo sumbambico. Resumiendo: un nuevo ciudadano que tiene derecho a ser, y el estado a contar.

 

Pero esto es ciencia ficción; volvamos a la realidad que duele tanto como subirse el cierre de la bragueta con una pelota afuera.