sábado, 29 de diciembre de 2007

Febrero 28 de 2006

Un viejo amigo, menos joven que yo, -lo cual, quiere decir, que lo exalta a la especie de inmediata extinción- en su mejicanezgo acento pitingo, argüía que nuestra juventud estaba en crisis existencial porque no le encontraba sentido a la vida. Que los jóvenes habían olvidado los valores que a perrero les habían inculcado los padres propios, los padres de sotana y hasta los hermanos maristas; que los jóvenes de hoy día no tienen respeto ni por la persona que está al otro lado del espejo; que ya no creían en la virginidad de María -si, la encañengada-; que para ellos la santísima trinidad es la cuchibarbi que va tres veces a misa el mismo día; que de política saben lo mismo que de ecuaciones integrales con límites de frontera incierta; en otras palabras, que la crisis era de tal importancia que una forma fácil de salir de ella era usando corbata de polipropileno o de guasca, claro, violando la ley de la gravedad: corbata para arriba y lengua para abajo. Esta forma de evasión se ha vuelto común y es muy macabra, tanto como tener una deuda con la DIAN, bajo el rótulo de INMEDIATA EJECUCIÓN.

Mi amigo que de psicología sabe lo mismo que yo de mandarín, quería arrimarse a las causas de las evasiones infantiles y juveniles y remataba con posibles soluciones. Yo, atento, cual pachecha en el sermón de las siete palabras, solo inclinaba la cabeza para, en seguida, dar mi aprobación. Decía que a los hijos desde que nacen, hasta cuando se les irritan las gónadas -los óvulos, si es mujer- , hay que darles mucho cariño, que nada de fuete ni garrote, que este último es para la mujer en caso que uno necesite desahogarse. Decía que el cariño hacia los hijos debía ser sincero y visible como un abrazo o una caricia y permanente como la compañía de la suegra. Según él, la causa principal de las evasiones juveniles es la falta de cariño de las personas más importantes, como son los padres, hacia sus hijos. (Mi amigo quiso hacer una demostración práctica de cómo se da cariño, pero ahí si reculé.) También incluía en las causas, la falta de sitios de recreación sana en nuestra ciudad. Me decía que aquí los jóvenes no tienen a donde ir en plan de liberación física o rumba programada y de ahí que improvisan lugares hacinados, proclives al vicio extremo. Si los jóvenes carecen de recreación y cariño, así como nosotros de amor y deudas, lo más seguro es que se busquen o inventen o se llegue a la depresión profunda y ahí surge el peligro de la evasión. Mi amigo, cual candidato primíparo al congreso, me convenció con sus sólidos argumentos elementales que no me quedó de otra sino aprobar por unanimidad que esas eran las verdaderas causas de nuestra desgracia. Ya, convencido hasta los tuétanos, me iba a retirar con la caballerosidad propia de quien tiene una micción aplazada, cuando mi amigo, me agarró del brazo y me sentó en la banca centenaria del parque idem, y me dijo, cual testarudo filósofo de las calles : Te voy a plantear las soluciones.

Aquí los alcaldes y jefes de planeación son chichigüeros, planean a tres años su gestión, que es lo que dura su mandato. Por eso los ves remendando calles que hay que volver a construir; repintando señales de tránsito en vez de colocar nuevas, para que los turistas se orienten y no queden más varados que un colchón en un remolino, en fin, haciendo obritas chiquitas para dar trabajito a unos desempleaditos.
Si, por el contrario, tuviéramos autoridades con visión a diez o quince años -lo que duraba un matrimonio antiguo- es muy posible que la planeación derivara en proyectos de envergadura y podríamos contar con un gran centro de recreación y un entorno de ciudad más amigable, donde valga la pena vivir para comer prójimo. La solución es la planeación a mediano plazo con ajustes periódicos. A estas alturas de la disertación, mi vejiga ya se había extendido tanto que el esfínter correspondiente daba paso al orín que rastrillaba mi uretra. Fue entonces cuando exclamé: ¡Ay jueputa! Ves, me dijo el amigo, ya me estás dando la razón. Acto seguido me disparé, cual torero sin capote, al orinal del Café Colombia.

Febrero seis de dos mil seis.

Hace poco, un cuasi cantante corroncho decía que para ser universal había que referirse a la tierra de uno. No sé si el gaznate criollo alcanzó el reconocimiento público, pero yo, mejor dicho el suscrito, sí estoy dispuesto a que conozcan el lado anverso de mi terruño, lo de la universalidad se lo dejo a los paisas y costeños que usurpan la televisión colombiana.
Aquí, en mi ciudad, donde alguna vez existió el respeto, -esa virtud que permite auscultar en las otras personas lo importante que somos- se obliga a los viejitos y semiinválidos a ser alpinistas en los andenes, porque otros ciudadanos le conceden más importancia al garaje del carro, al construir rampas de cerámica, con desniveles de miedo. Si fuera ciudadano de poder -es decir con plata de lavandería- le diría al alcalde que reglamentara los andenes para que fueran de un solo nivel, por donde puedan caminar sanos, enfermos, cojos y viejos en igualdad de condiciones. Esto se llama democracia posible. Claro, no faltarán los propietarios que prefieran ver a un octogenario prostático rodando hacia la calzada, antes de que pase el bus, a un chueco hacer la triple parábola antes de caer panza arriba, que su carro subiendo en uno o dos niveles, hacia el garaje, respetando el del andén. Esto se llama democracia selectiva. Pero el burromaestro no me va a oír, porque la plata que tengo la conseguí con el antiguo sistema de trabajar y es tan poquita, que solo me alcanza para tener capacidad de enculebramiento con las vecinas, porque los maridos no prestan.

Si usted conoce el centro de Popayán, se habrá dado cuenta que está rodeado de vehículos por todas partes y por esquivarlos, no ve y menos sabe, que el reloj de la torre lo tiene parado; que el edificio de la gobernación permanece cerrado, salvo en manifestaciones de maestros, cuando abren el garaje y las ventanas de arriba; que la alcaldía tiene cuatro portones y ninguna entrada; que en los bancos hacen filas tan largas que compiten con la organización empresarial de loteros, vendechucherías y emboladores de la calle; que los jubilados, más viejos que las araucarias que los sombrean, esperan en vetustas bancas del parque de Caldas el advenimiento de una nueva mesada, mientras tanto, son los únicos espectadores del grupo boliviano de música andina que vino de lejos a comprobar que aquí también se aguanta hambre; en fin, si a usted no lo atropella un carro, una moto, una bicicleta y hasta una carretilla es porque no está en el centro de Popayán. En Paris, donde tuve la oportunidad de pasear, gracias a un documental de Discovery Channel, la parte central es peatonalizada y permite que los parisinos y turistas caminen, se conozcan y enamoren sin temor a encontrarse con ruidos de motores, ni toser por el paso de una estela de humo encabezada por un ruido con silueta de motociclista. En mi ciudad no se peatonaliza el centro porque los comerciantes creen que a pie no andan si no los varados y estos no compran, por eso no lo permiten; los funcionarios públicos quieren llegar en carro hasta el zaguán de la oficina y también se oponen; los propietarios de buses, busetas y colectivos, amén de los taxis, consideran que la clientela aborta la pereza y si caminan tres cuadras, pues caminan otras tres y llegan a sus casas, de ahí que lo impidan; los médicos, que en estos tiempos saben más de variables de mercado que de venas várices, tampoco dejan, porque al caminar, su potencial clientela mejora la circulación sanguínea, elimina la hipertensión; los triglicéridos y el colesterol se vuelven agua potable y en consecuencia, sin enfermos terminales, bajan, como en tobogán, las tasas de utilidad económica y el negocio se va pa’l carajo.
Como ustedes ven, hay razones de sobra para no hacer las cosas. En mi tierra es muy fácil destruir y harto complicado construir.