martes, 26 de enero de 2010

Memorias de un hombre común

Mayo dieciocho de dos mil seis
Se diría que hoy no hay tema para comentar, que es un día intrascendente, semejante a un chiribitil de monjas. Sin embargo hay mucho por decir en este entorno de seres humanos, civilizados unos, ignorantes ilustrados otros, apendejados los de allá, cizañosos los de aquí  y definitivamente estúpidos los más. En una reunión de padres de familia con sicóloga a bordo -lo cual permite que nadie se cohíba al hablar- y usando como sede un batallón militar -lo que acentúa que no habrá cohibición- se ilustraba sobre la educación de los hijos adolescentes. En una cartilla pre-elaborada se leía y se acataba todo lo ahí expresado; nadie se atrevía a disentir, parecía una congregación de unánimes. Había madres, antes que padres, que recibían las instrucciones como verdades reveladas por el profeta infalible de la nueva luz. Se nota que estas reuniones no se hacen para pensar sino para acatar. Aquí opera el síndrome de Homero Simpson, una tira cómica que lo es por lo irreverente, al ilustrar a la sociedad de clase media norteamericana tal como es: trabajadora, intrascendente y mentalmente escuálida. En un capítulo de la serie gráfica instaban a Homero Simpson a pensar y dijo: “Eso no lo hago. Para eso elijo alcalde, senadores y presidente, para que piensen por mí”. Otro literato, de elevada cultura, que por serlo no recibió el premio Nóbel de literatura, Jorge Luis Borges, decía con absoluta autoridad: “El hombre en general es muy haragán, y prefiere que otro asuma la responsabilidad de sus actos. Profesar una religión o afiliarse a un partido o una doctrina, es un buen pretexto para no pensar”.

Pues bien, en la reunión aludida los padres se tomaron una hora -el tinto se lo tomaron en cinco minutos- para llegar a una mayoría, que no alcanzó el consenso, de aprobación en el sentido de que la autoridad había que imponerla para corregir el desvío de las nuevas generaciones; y fue cuando dejé a un lado mis prevenciones y, en aras de defender a los jóvenes ausentes, intervine. En la tal cartilla se afirmaba que la autoridad era fundamental para el buen desarrollo de la personalidad, que los padres debían ejercerla para imponer las reglas de comportamiento en los hijos. Que no se debía hacerles fácil la vida a los muchachos porque tenían que enfrentar situaciones para las cuales debían estar preparados. Que las salidas nocturnas para “sardinos” y “zanahorias” debían tener un horario estricto si no se podían impedir.

Para que vean que yo también me jalo mis discursos, dije:

-Después de oírlos a ustedes, me tocó hablar para contradecir lo que hasta ahora se ha expresado. Para mí, por encima de la autoridad está el respeto. Si yo respeto a mis hijos, ellos me respetan; si los profesores respetan a los alumnos, los alumnos devolverán el respeto con creces: aprendiendo; el respeto es recíproco. El respeto se aprende, no se impone; quienes lo enseñan son mayores, en edad y dignidad. La autoridad emana del respeto, se acata naturalmente, sin imposiciones. Las reglas de comportamiento, en un grupo sociable, son espontáneas, no impositivas, y el ser humano se adapta a cualquier situación por extrema que sea. Los niños, los jóvenes, son seres humanos pensantes y por lo mismo deben tratarse con respeto y hablarles con argumentos que asimilen e influyan en su comportamiento. No es el mismo tratamiento que se da a los animales, que aprenden por condicionamiento. Si le doy un perrerazo a mi mascota que se orinó el butaco, lo más seguro es que no se lo vuelva a orinar u orine el del vecino, que no tiene perrero. Pero así no somos los seres humanos, nosotros aprendemos por raciocinio y, cuando somos niños -en plena evolución de la inteligencia-, por ejemplos paternos. Por eso mismo hay que cuidar de nuestros comportamientos y nuestras palabras, pues los niños las asimilan y las almacenan para repetirlas en circunstancias parecidas.

No estoy de acuerdo con que mis hijos sufran para que aprendan a enfrentarse al mundo. Quiero que mis hijos disfruten su niñez y su juventud y yo disfrutaré apoyándolos; si les toca enfrentarse al mundo, ellos tendrán esa capacidad de adaptación natural de los seres humanos a un mundo hecho por humanos. Qué tal que si vamos a vivir al Canadá, desde ya empecemos a dormir en el congelador de la nevera como preparación al frío que nos tocará enfrentar. No. Disfrutemos nuestro clima mientras llega la nueva situación. 

Hay normas que por lo absurdas no se cumplen. Eso de fijar las doce de la noche para que regresen a casa después de una fiesta chévere, no lo cumple ni el marido. Las buenas rumbas empiezan a las once de la noche y se acaban a las tres de la mañana; hay otras que empiezan más temprano y se acaban igual, pero son merienda de negros, un zambumbe con chichonera.

Para terminar, voy a referirles una anécdota. Una vez en Cali, con ese calor de desierto, en verano, llegué a un puesto de venta de jugos naturales con el propósito de evitar una deshidratación. El dependiente me atendió con una reiterada expresión que me molestaba. Me decía paisita. Paisita  para allá y paisita para acá. Hasta que me emberraqué y le dije: A mí no me digás paisita, que yo no soy paisa. El señor, ya enfrentado, quiso apachurrarme: “¿Cómo quiere que le diga? ¿Pastusito? ” Fue entonces cuando impuse mi teoría: Decime señor, que es respetuoso y el respeto vende más que ese cariño falseado.

Cuando terminé, los padres de familia no me aplaudieron; estaban pensando...

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