jueves, 19 de noviembre de 2009

Memorias de un hombre común

Abril veintitrés de dos mil seis
En Colombia, por esa tradición de saltar del campo a la ciudad, para alcanzar el progreso personal y familiar -pasar de ser arremangado a usar zapatos de charol antiguo- hemos tenido dirigentes de todo orden que llevan arraigados elementos propios de su ideología campesina. Por más que traten de hablar como citadinos, siempre les sale el arriero que llevan dentro y lo tratan de disimular volviéndose pedantes en la expresión. No hace muchos años estos personajes importantes trataban de esconder su origen renegando de sus manifestaciones espontáneas -“el que es no deja de ser y guarda para la vejez”-. Hasta acusaban a sus subalternos de vulgares y  faltos de originalidad cuando los oían usar dichos y citas que en casa se las restregaban. De un tiempo para acá, se volvió signo de picardía sacar el repertorio de frases propias de las gentes del campo -que son sabias sin proponérselo- y ahora llegamos al colmo de tener un presidente que las utiliza a menudo, como único fundamento intelectual.

 Los refranes tienen la particularidad de evitar largas expresiones y ser precisos en el consejo o reprimenda. Si usted, por ejemplo, frecuenta a algún tacaño, por no decir pichicato, es conveniente recordarle que  “la plata del miserable se la come el vagabundo”.

Cuando alguien pasa por no saber lo que sí sabe pero no lo dice por conveniencia o lo dice introduciendo la confusión para no comprometerse, cae bien decirle: “hacete el atembao y así te quedás”.   

Ahora bien, momentos difíciles tenemos todos los que integramos esta pelota de agua que se llama Tierra. Yo, particularmente, en mis primeros intentos de conseguir trabajo para devengar, padecí el dolor de no poder vestirme como quería mi novia. La economía precaria me alcanzaba para comprarle helados y llenar hojas de vida. En las entrevistas tenía un bajo puntaje en presentación personal, porque se notaba lo tizada que estaba la camisa que ya había ajustado la misma vida útil que el pantalón. Mi mamá, al verme así vestido, no le echó la culpa a la novia sino a la situación y me dijo: “cuando uno está mal, es cuando mejor debe vestirse”. Preciso, dejé a la novia y conseguí trabajo.

No es por dármelas, pero mis padres nunca nos dejaron aguantar gurbia siendo niños. Cuando no había qué comer, comíamos gallina. La razón: Vivíamos en el campo y allí cultivábamos, criábamos gallinas, cerdos y hasta cuyes;  nos visitaban familiares cercanos y los primos lejanos y las primas de otros primos. Mis padres multiplicaban la comida aplicando aquello de “si hay comida para dos, hay comida para tres”.

Hay una expresión que se acomoda a quien intenta hacer un trabajo para el cual no está entrenado, como por ejemplo cuando usted se vara en carretera y aparecen como brotados de la tierra “mecánicos” que opinan lo contrario de lo  que usted ya sabe: que el carro se varó por falta de batería, -hacía tres años no la cambiaba porque tenía buen pito-. Los “mecánicos” espontáneos comienzan a especular: que es el chicler, que son los platinos, que es el carburador y usted se ríe de lado porque el vehículo es de inyección electrónica. No falta quien se zambulla debajo del carro para impresionarlo con su profesionalismo y sólo consigue mancharse el vestido, los pómulos y las manos para dar su dictamen: no pasa la corriente. Entonces, “viene como anillo al dedo” ese refrán que dice: “al que no sabe de bragas, los calzones le hacen llagas”. 

Ahora, si usted hace negocios con paisas, lo más probable es la tumbada. Usted obra con rectitud, porque así nos educaron desde chiquitos
-por lo menos aquí en este valle de próceres- y el paisa  le voltea la cosa haciéndolo actuar ingenuo. Allí se aprovecha. Si usted se queda sin plata y sin negocio, el paisa se queda con la plata suya y el negocio suyo y a eso le llaman viveza, que no es otra cosa que engaño descarado, porque usted actuó con honradez y partió de la buena fe del otro; pero el otro era paisa. Por eso mi mamá decía: “juntos, ni con los difuntos”.

“Estoy tan acostumbrado a los desprecios, que las atenciones me incomodan”, decía un compañero de trabajo por allá en Bolívar (Cauca), cuando íbamos a visitarlo y utilizaba esta ironía para sentarse con nosotros a departir en la única taberna que vendía aguardiente. Las demás vendían whisky, en la época de la bonanza marimbera.

Después de algunas horas de buen beber sabíamos cuándo había que retirarse al reposo -como los buenos gladiadores- y era cuando nuestro amigo se paraba y decía con autoridad indiscutible: “aquí donde me ven, yo soy desigual a cualquiera.

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