sábado, 26 de diciembre de 2009

Memorias de un hombre común

Mayo primero de dos mil seis
Hoy en Colombia se celebra el día del trabajo, descansando. Es festivo y aquí en esta tierra de feligreses adobados con partidismo, como cosa rara se hace una procesión. Llevan en andas la imagen del Ecce Homo (he aquí el hombre) de regreso a su morada permanente: una iglesita que es importante porque se la ve desde el parque Caldas incursionando la montaña y la llaman Belén.

Ese hombre (Ecce Homo) es el patrón de la ciudad, según la imposición eclesiástica católica. Y como nos gusta que nos azoten, nos gustan los patrones. O bien tenemos inclinación de mártires -no nos ofendemos si nos sacan los cueros al sol- o vocación de masoquistas -somos felices sufriendo, no importa que sea por el desamor de las mujeres, propias o ajenas-. De todas maneras la morcilla es negra.

A comienzos de los años cincuenta cuando gobernaba al país un ejecutor del mandato extremo, este conculcó libertades ciudadanas incluida la libre reunión. Los opositores políticos vieron la posibilidad de reunirse en pleno primero de mayo sin ser disueltos y menos encarcelados, haciendo la procesión del Ecce Homo. Así se hizo y así se quedó hasta ahora. Un acto de rebeldía lo convertimos en un evento tradicional; la rebeldía hoy consistiría en suspender la procesión. Pero quién se atreve.

Los obreros, para el desfile, cambian el overol por el vestido de paño negro, usan corbata, zapatos bien embolados, reloj de leontina y utilizan el bolsillo trasero izquierdo del pantalón para meter la media de aguardiente. (Antiguamente la industria licorera  producía la caneca de aguardiente que tenía la forma cóncava y el tamaño preciso del bolsillo alcahuete del pantalón. Era, entonces, muy elegante echarse un trago, como lo hacen hoy los europeos con sus licoreras de bolsillo en acero y cuero. Ahora con la media -cilíndrica y roñosa- en el bolsillo nos vemos más ordinarios que paletero en un velorio y de eso tiene la culpa la industria de licores.)

La procesión del Ecce Homo es sólo para varones, las mujeres tienen derecho a ver a ese hombre y a los otros desde el andén. Nada de pedir moco cuando el hachón está desbordado. El hachón es una larga vela gruesa que da estatus en el desfile; se infiere que en el hogar el tamaño se mantiene y el moco es para uso casero. El moco, había olvidado aclararlo, es la cera que se riega a lo largo de la vela cuando está prendida y cuando no tiene la ruana de cartón que impide el quemón.

Hacia las diez de la mañana empieza el recorrido, sobrio, elegante; promediando las dos horas se conserva elegante pero se nota el vaivén de la ebriedad, y luego de tres horas finaliza descuajaringao; corbata sin nudo, media vacía, hachón quebrado, moco derramado y vestido untado con polvo de barranco.

El patrono ya está en su sitial y los fieles más borrachos que administrador de guarapera. La tarde sirve para calmar la “rasca” -esa borrachera extrema que anula la conciencia, la ciencia y la paciencia-. Aparecen los vendedores de rellena, frito de cerdo, chicharrón, empanadas de pipián y de guiso, masas de choclo, pasteles de yuca, envueltos de choclo, champús, chicha o aloja y otros deleites que a esa hora caen muy bien al cuerpo embutido de alcohol y cansancio.

Dicen que el hambre es la mejor salsa y de esta hay bastante en los alrededores de los quingos de Belén, tipo tres de la tarde. Los vendedores acuciosos venden todo el producido y a veces les queda faltando. Cuando esto ocurre, los últimos borrachitos se van a la calle trece donde aún sirven ternero, plato exquisito que no conocen en Taiwán. El ternero, lo mismo que los platos citados, acaban con la “rasca” que se atenúa aún más con unas “amargas”. Los parroquianos seguidores del patrón,  hacia las seis de la tarde, cuando el bolsillo está chulpio inician el regreso a casa.

Se ha cumplido la jornada religiosa de cada año; por esta vez estamos salvados, no importa de qué, y éste es un elíxir que nos permite continuar la rutina, libres de toda culpa.

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