lunes, 1 de marzo de 2010

Memorias de un hombre común

Junio dieciséis de dos mil seis
En medio del mundial de fútbol decidí irme para Guamal (Magdalena). Viajar en pleno mundial de fútbol tiene sus ventajas, una de ellas es que ni los amigos ni los familiares se dan cuenta de que uno se ha ido y se evitan despedidas remojadas que obligan a no volver. Los seres humanos somos impredecibles y hacemos cosas nunca pensadas, solo operan las circunstancias. ¿Por qué fui a Guamal? El amigo Bladi me invitó para que conociera un puente sin carretera que atraviesa el Río Magdalena, entre la futura vía El Banco-Guamal-Mompox que apenas está en construcción. Tomé la decisión de un día para otro y me lancé a la aventura de conocer una parte de Colombia que estaba en perspectiva de visitar.

Los pueblos cercanos a la costa caribe son iguales en el sentido de que tienen desdén por el tiempo. Allí nunca pasa nada porque nunca pasa el tiempo; nadie usa reloj porque lo necesitan tanto, como nosotros la brújula. Las gentes son felices con su rutina y no la cambian, así llegue el cachaco más interesante a construir un puente en ferro-concreto que se eleve ante el Magdalena y lleguen otros más cachacos a inventarse una carretera para que el puente funcione. El día de la inauguración del puente seguramente las autoridades tendrán que importar patos y lagartos de pueblos del interior para llenar la foto -los del Magdalena son ariscos y sanos-, porque los guamaleros seguirán su vida normal de juego y reposo, preguntando si ya está listo para pasar por él.

Tuve la oportunidad de ver una familia completa, incluido el burro, jugar cartas desde las ocho de la mañana hasta las doce del mediodía; solo pararon para almorzar. Después del almuerzo volvieron a las cartas, pasando la mesa al otro lado de la calle polvorienta donde no daba el sol, hasta la casi noche. Como todo patojo me preguntaba de qué vivían y alguien me absolvió la pregunta: “Tienen un asadero de pollos que funciona de siete a nueve de la noche; en esas horas hacen la ganancia que se tiran al otro día”. Aquí no hay acumulación de riqueza, sólo sostenimiento; como no hay capitalismo, no hay deudas; como no hay deudas, hay tranquilidad; como hay tranquilidad, hay longevidad. La gente se muere de vieja bajo los cítricos y el dividivi; el calor es aplastante pero la naturaleza es pródiga en follaje.

Los guamaleros son excepcionales; pueden estar frente a la mayor eminencia humana, pero le dan el mismo tratamiento que al vecino de al lado: “¿Oye, compae Julio, ya fuite a comé marimon-da?”. Eso pasa con Julio Erazo, compositor musical de prestigio internacional, que sentado en su mecedora de mimbre de Mompox en su casa, la gente lo mira como parte del paisaje. Los muchachos pasan y sacuden el tamarindo como la mecedora de Julio y él, como si el Magdalena quedara en Marte, sigue componiendo. De ahí que el maestro diga que sólo puede vivir en Guamal, en su casa o en su finca ganadera donde es un vecino más, mientras que en otra parte la gente lo asediaría como a político recién elegido o  como a estrella del pop o futbolista dopado. Julio Erazo es la mezcla más rara de este país, algo parecido a revolver cerveza con aguacate; nació en Barranquilla, por accidente, siendo guamalero; es de padre pastuso y madre española y habla y vive como costeño, que lo es. De él se puede esperar lo que nos ha dado: música tropical y vallenata bailable  y tangos, que también se bailan. (Bailar tango es una forma elegante de caminar.)

Fui a Mompox. Sería imperdonable que estando tan cerca -escasos treinta y cinco kilómetros de Guamal, río de por medio- no hubiera ido, con el interés turístico que también a mí me afectó. Como en el trayecto se tiene el mismo transporte público que hay entre Santa Rosa y Piamonte en el Cauca: es decir, nada, me tocó alquilar una motocicleta y conducirla -algo que no hacía desde cuando me estaban saliendo las cordales- por caminos plenos de huecos. Las gentes me saludaban como si fuera vecino ancestral, pero el dolor me partía las manos y solo respondía las cortesías con una levantada de cumbamba.

Mompox es preciosa. Si le quitaran las motocicletas, los vendedores ambulantes y los autos estaríamos en los albores del siglo dieciocho y nos asomaríamos a la ribera del Río Magdalena a ver si llegan los barcos a vapor cargados de damas y caballeros elegantes, vestidos con colores claros y protegidos con discretas sombrillas y abanicos orientales.  Son tres calles que estructuran esta perla de ciudad: La Albarrada, la Del Medio y la otra, que olvidé identificar; todo porque la belleza femenina perturba la curiosidad del turista. Me gustó La Albarrada, por la nostalgia que evoca y sus casonas de dos patios, frente al río, frescas en medio de un clima de  fuego. Mompox tiene la misma proporción de iglesias que Popayán -una por cada pecador-; no hay cuadra que no tenga una, de belleza caribe por la ornamentación y pinturas de color pastel.

El viaje fue interesante porque se viaja al exterior dentro del país; es una cultura que avizoramos lejana siendo también nuestra. Colombia es grande por la grandeza de su pueblo. Por favor, no aplaudan.   

No hay comentarios: