jueves, 18 de febrero de 2010

Memorias de un hombre común

Junio doce de dos mil seis
Qué lluvia tan macha. El invierno ajustó nueve meses, lo que dura el preámbulo de la vida. Se nos han mojado hasta las ideas. Cada año el gobierno de turno le echa la culpa al invierno (antes de que le echen la culpa al gobierno por su negligencia) por los damnificados de las orillas y las vegas de los ríos y se hace el despliegue correspondiente para llevar frazadas, mercados, alimentos y drogas a unos cuantos infelices; otros, más infelices y en mayor cantidad, ven las ayudas  en la televisión de la cuadra que no se llevó el agua.
 
Aquí, en nuestro país, nos han acostumbrado a ver los problemas por el lado de las consecuencias, las causas no aparecen. Así mismo se atacan los problemas: atacando las consecuencias; como quien dice, nunca se resuelven y se vuelven cíclicos.

Cuando la televisión era en blanco y negro, había un periodista, viejo él (nunca le conocimos el color de piel, porque cuando llegó la televisión en color ya estaba alistando la mortaja), que cada año por esta época decía la misma cantaleta: “Eso de las inundaciones no es noticia nueva, ya en el siglo pasado también las había”. Nosotros, partida de gaznápiros, como decía el negro “Juancho”, nos tragábamos el cuento e inferíamos inconcientemente que no se podía hacer algo para resolver el problema que llevaba un siglo; ahora va a completar dos.

Pero si los faraones de Egipto resolvieron el problema de las inundaciones del río Nilo hace tres mil años ¿por qué nosotros -mejor dicho el Estado- no lo podemos hacer? La solución es muy simple de enunciar: Construir represas y canales de irrigación a lo largo de los ríos Cauca y Magdalena. Así lo hicieron los egipcios para regular las aguas del Nilo, el más largo del mundo.

Sin atravesar medio mundo, en Colombia, los indios zenúes en el año doscientos antes de nuestra era construyeron un sistema hidráulico que por mil trescientos años controló a las inundaciones en la costa atlántica; este sistema fue destruido con la llegada de nuestros primos menores, los españoles. Ahora padecemos las consecuencias de esa estupidez, pero el cuento nos lo voltean para que el único responsable sea el invierno.

Se me olvidaba aclarar que en el tiempo de los zenúes no había bancos que prestaran plata, argumento que se utiliza hoy para no hacer las obras, como decir en términos técnicos -así se excusa la ignorancia de los economistas- que no hay recursos frescos. Como si la mano de obra y la gente afectada -incluyendo a los ingenieros civiles varados- no fueran recursos suficientes para emprender obras descomunales. A propósito de economistas, por el correo de las brujas que ahora es el mismo e-mail de Internet circula una definición que me parece acertada: “Economista es un experto que sabrá mañana por qué lo que predijo ayer no sucedió hoy”. 

Qué invierno tan macho. Si nos atenemos a la visión objetiva del pastuso tendremos que calificar con él lo que está pasando: “Mierda, coño, chucha madre”.

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