jueves, 11 de junio de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo veinticuatro de dos mil seis

Comenzando el siglo veintiuno, aún subsisten los círculos de amistades afines en costumbres e intereses, denominadas tertulias. Aquí, en Popayán, quedan algunas de ellas que no alcanzan la dimensión de conspiradoras, como se estilaba en los tiempos de Antonio Nariño y Simón Bolívar. Nuestras tertulias son conglomerados de ebrios de arte, poesía, política y ron. Aunque después de los sesenta -años, claro está- los contertulios veteranos se pasan al whisky rebajado -cada vez que compran piden rebaja-, porque existe la creencia de que es un licor menos dañino, que lo máximo que hace es dejarlo a uno medio pendejo, a punto de dormir sin cabecear y sin que se le suba la presión; exalta la elocuencia y apachurra al locuaz; sirve para oír música sinfónica porque se le destapan los oídos, estimula el sentido musical y posa uno de mejor familia.

En estas tertulias no hay un tema predeterminado, tampoco hay moderadores, nadie trata de imponer su criterio -lo mismo que en un matrimonio por conveniencia-, se puede estar o no de acuerdo con lo tratado -como en un directorio político- y se puede rajar de todo el mundo ausente -como en un té canasta para señoras respetables-, también se puede tomar el trago que se lleve, o el que lleve el vecino -si el contertulio es tacaño-. Y si la edad lo obliga y el tema es árido, tiene derecho a dormir sentado -como los conejos- sin que nadie perturbe su plácida evasión.

Es un espectáculo de amistad con buena dosis de ejercicio intelectual. De las tertulias han surgido episodios que no se llevaron a la literatura y tienen el valor de lo anecdótico que no es otra cosa que la oportunidad en el gracejo, la gracia de lo obvio, la desfachatez de lo natural. A veces pasan de boca en boca epigramas ingeniosos que se construyeron en esa atmósfera de inteligencia silvestre, hasta cuando un ordenado participante los llevó al libro y se salvaron de ser difuminados en el tiempo. Me refiero a ese gran maestro y amigo Guido Enríquez, quien me zampó a la Tertulia Payanesa de donde no he querido salir.

Voy a hacer un gran esfuerzo -equivalente a pagar impuestos atrasados- para traer aquí algunos de esos episodios que no dejan de causarnos tanta gracia aun después de haberlos vivido por varios momentos.

En cierta ocasión alguien citó lo que le pasó a “Chucho” Perafán, amigo común de un empresario de pompas fúnebres. Después de hacerle la visita para felicitarlo en su nuevo negocio -eso de enterrar muertos ajenos-, “Chucho” se despidió y el empresario le dijo: “Vuelva, por aquí a la orden”. Al instante nuestro amigo correspondió: “Gracias, cuando me muera vengo”.

Sobre el “Genio” Castrillón -de buena familia y lánguidos dineros- citaban algunos hechos bien graciosos, como el que sucedió en el Café Alcázar antes del terremoto de mil novecientos ochenta y tres. El “Genio” Castrillón, que bebía más que caballo de hipódromo, llegó al café citado y no faltó el atorrante que le cargaba inquina quien, después de estar sentado, se paró y le lanzó el máximo insulto: “¡Hijueputa!” El “Genio” Castrillón serenamente le reconvino: “Sentate, que no estoy llamando a lista”.

Decíamos que el “Genio” Castrillón bebía en exceso y frecuentaba el Café Alcázar. A propósito, el Paraninfo Caldas quedaba a media cuadra del Café dicho y en esos tiempos, cuando Julio César Turbay era presidente de Colombia, a la Universidad del Cauca le dio por graduarlo Honoris Causa, para que a nuestro país, siguiendo la tradición doctoral, no lo gobernara un bachiller de malas notas.

Pero la Universidad no contaba con el “Genio” Castrillón. Después de la ceremonia el Doctor Turbay y su comitiva pasaron frente al Café Alcázar haciendo festejos desmesurados. El “Genio”, extrañado por tanto ruido, preguntó qué pasaba. Alguien le dijo que al doctor Turbay le habían dado un grado. Entonces el “Genio”, cual soberbio tribuno, gritó: “¡Tanta bulla por un grado!” y, levantando la copa de aguardiente, terminó: “¡Yo aquí me voy a zampar veintiocho grados y nadie hace escándalo!”

Hubo un episodio narrado por un contertulio (alejado más que allegado a la familia protagonista) que mostraba cómo ante una tragedia se tienen que eludir los trámites burocráticos entre dos países hermanos para evitar la bancarrota. En este caso la tragedia fue doble.

Una familia colombiana pasaba unas cortas vacaciones en el vecino país del Ecuador, cuando todo se pagaba en sucres. El cambio era cuatro sucres por peso. (¡Ah tiempos aquellos, uno levantaba novia con quinientos pesos y le daban vuelta!) Todo era divertido, desde la comida

-que era pasable con ají, pero barata- hasta la recreación, que era novedosa por los paisajes y la gente sencilla y laboriosa. Cuando la familia se acercaba, de regreso, a la frontera en Tulcán, le sobrevino un infarto fulminante a una tía soltera, de edad madura -misía Rosmira, la vecina, decía cañenga-, ante cuyo suceso nada pudo hacer el sobrino médico del grupo. Los familiares se tragaron la pena, lloraron hasta escurrirse, y ante la posibilidad de enfrentar los trámites de traslado del cadáver de un país a otro con los consiguientes costos y demoras, decidieron envolver a la tía muerta en una colchoneta, amarrarla y subirla a la parrilla del vehículo en la capota. De esta forma pasaron la frontera sin contratiempo, como turistas en vacaciones, y llegaron a Pasto (Colombia) con destino a Popayán. Ya en Pasto, decidieron comer en el primer restaurante que encontraron donde no había cuy pero sí habas, pollo y maíz. Una vez satisfecho el hambre con la tacasca que les sirvieron, hubo disposición de continuar el viaje. Cuando vieron el carro, la sorpresa fue aterradora: ¡unos ladrones se habían robado la colchoneta con todo y cadáver adentro!

Ante la nueva situación sobrevino el raciocinio con la resignación. No se podía denunciar el robo por las implicaciones judiciales que conllevaba. Los ladrones -pastusos tenían que ser- tendrían que enterrar a la muerta, lo cual salía más caro que la colchoneta, sin decir nada a nadie, para no verse involucrados en la tragedia. Esa vez, la familia regresó a Popayán con un miembro menos. Sobra decir de la tía, que si nadie se enteró de su existencia mucho menos de su muerte. Estas son las ventajas de la soltería.

En otro episodio se muestra cómo uno no debe meterse en lo que no le importa. (Me acuerdo de que mi papá siempre me decía: “No se meta en peleas que no son suyas”. Yo le hice tanto caso que tampoco me metía en peleas propias.) Aquí aparece implícita la enseñanza a manera de moraleja. De lo que sí estoy seguro es que la narración es fantástica y muestra hasta dónde llega la capacidad de invención de los miembros de la tertulia. Ese ron es bueno cuando se revuelve con whisky.

Durante varias semanas una señora llevaba flores a su difunto esposo enterrado en el cementerio central -el único territorio de paz despejado-. Siempre, en cada cambio, variaba el tipo de flores, unas veces llevaba claveles, otras begonias, ramos de azucenas y atados de rosas. Al lado había una tumba de un chino -de la China-, donde su viuda le llevaba a diario un plato de arroz. En varias oportunidades coincidían, mientras una colocaba flores, la otra dejaba el plato de arroz en las tumbas de sus respectivos consortes. Una vez la señora de las flores le preguntó a la china: “¿Cuándo sale el chino a comer el arroz?” La china le respondió en el acto: “¡Cuando salga su marido a oler sus flores!”

Otro de la Tertulia, narrado por Mario Perafán:

Quiceno, hacia los años mil novecientos cuarenta y pico, quería ser cadenero de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia. Para cumplir su propósito tenía que someterse a unas pruebas de reacción e iniciativa que hacía la empresa. Después de aprobar todas las que le pusieron por delante, le hicieron la última. El llamado Ferrocarril del Pacífico por esos lejanos calendarios conectaba la trocha angosta entre Cali y Popayán, con desvío a Santander de Quilichao por Timba. Aquí, en Timba, se formaba un crucero entre Cali, Santander de Quilichao y Popayán.

A Quiceno le pusieron el siguiente problema:

-Usted qué hace si viene un tren de Cali con dirección a Timba, viene el autoferro de Popayán hacia Timba y un tren carguero parte de Santander hacia Timba, todo al mismo tiempo.

-Pues yo llamo a Paula.

-¿Paula? ¿Quién es Paula?

-Mi esposa.

-¿Y para qué llama a Paula?

-Pues, para que vea el choque tan hijueputa.

El siguiente apunte sobre su papá fue contado por “Masitas”; el apellido lo delata de inmediato por el texto.

Zúñiga, quien en los años ochenta poseía un automóvil Studebaker modelo mil novecientos cuarenta y nueve, decidió ir a los llanos orientales de Colombia a visitar a su hijo que prestaba el servicio militar. Una vez culminó la visita ya iba a emprender el regreso desde Yopal (Casanare) cuando una señora, preocupada por el viejo, le puso en duda su retorno:

-Señor Zúñiga, ¿usted sí cree que con ese carro llega a Popayán?

-Mire mi señora, si este carro fue capaz de viajar de Estados Unidos a Colombia, ¿cómo no va a ser capaz de ir de aquí a Popayán?

A las termales de Coconuco (Cauca), por su exuberante belleza, siempre llegaban extranjeros, europeos, japoneses y norteamericanos. En cierta ocasión llegó un gringo a quien la abstinencia sexual lo tenía morado de piel en vez de rojo como se manifiesta en esas alturas. El gringo, al primer aldeano que se encontró, quien resultó ser Segundo Piso, amigo de Guido Enríquez, le preguntó ansioso y un poco trabado en las palabras:

-¿Señor, aquí no haber casas de lenocinio?

-No señor, aquí todas son de paja.

“Chucho” Perafán quien, cuando no está en la plaza de toros, se la pasa lidiando los avatares de la vida, calle arriba y calle abajo, relató las siguientes anécdotas.

El “Mono” Meza, ciudadano con prestigio bien ganado de persona correcta, en alguna oportunidad necesitó un vehículo para hacer una diligencia en el sector de Chuni, al occidente de Popayán. La persona más inmediata para prestarle el carro era Naranjo quien tenía fama, también ganada, de no hacer favores y menos soltar el carro. Meza no tuvo otra que suplicarle a Naranjo la urgencia que tenía para que le prestara el Volkswagen, automóvil pequeño pero versátil, en la absoluta seguridad de que se lo cuidaría como a la niña de sus ojos. Al fin cedió Naranjo y le soltó el vehículo. El “Mono” Meza llegó a Chuni, hizo la gestión urgente que tenía que hacer y al dar reversa para volver al centro golpeó el auto contra un poste. Se bajó el “Mono” con la cabeza a dos manos y observó que le había roto la farola trasera izquierda. De inmediato se dirigió al Barrio Bolívar a un almacén de repuestos eléctricos, donde le colocaron una farola nueva.

Hecho esto el “Mono” Meza fue a devolver el Volkswagen. Le pasó las llaves a Naranjo y le agradeció; este dijo que a la orden, no muy convencido. Entonces el “Mono” instó a Naranjo para que mirara el carro que estaba en perfectas condiciones. Naranjo no quería porque se encontraba muy ocupado en su negocio, pero el “Mono” insistió; le pidió que diera la vuelta al carro. Ahí fue cuando Naranjo se sorprendió y le dijo al “Mono” Meza: “¡Ve, qué raro, el carro tenía la farola trasera izquierda rota y ahora está buena!”

Un conocido latifundista de quien no digo su nombre porque se levanta de la tumba, llegó a su hacienda para pasar revista. De inmediato salió el mayordomo para atenderlo y recibir instrucciones.

-Mirá, Pedro, vacunás al caballo que está renco; alistás esta silla para reparación; me separás las bestias que llevaremos mañana al potrero cuatro para una revisión del veterinario; traes la jáquima nueva para probarla en la yegua Margarita. ¡Oís, hijueputa!

-¡Ay, doctor! ¿y por qué me insulta?

-No, era para saber si me estabas oyendo.

También hay espacio para la poesía, que es buen decir y mejor pensar, dos deleites simultáneos. Efraín Alegría, decano de la Tertulia Payanesa, citó los siguientes versos, recogidos cuando el poeta Marino Balcázar Pardo estaba atisbando el viaje eterno:

Son los últimos versos que yo escribo

al pretender que todo ya fenece.

Con estos versos cubriría el olvido

en el rincón donde el recuerdo crece”.

Los epigramas, en la Tertulia, están a la orden del día como el menú en restaurante fino y aparecen cuando alguien los inspira. Por estas calendas

-como dicen los penalistas en trance de impresionar al juez-, una dama de perturbadora belleza llega algunas veces a participar en las discusiones, se aprovecha de nuestra debilidad de género para hacernos parpadear como sapos en tomatera biche; su inteligencia es un atributo más, en medio de una risa de modelo de crema dental, de unos ojos de felino encanto, de una simpatía que atrae irresistible hacia el pecado consumado. Por leve tiempo se dedicó a mí y me inspiró. Entonces empecé a competir con los mejores versificadores de la tertulia:

“Esa chica mi pasión perturba

se acerca íntima a mi hombro

rodeo su fina cintura y logro

el infinito placer que más turba”.

Lo que puede una mujer con su atracción; volverme yo un bardo incipiente, caer en el ridículo de la poesía desleída. Que no lo sepa ella porque lo más probable es que me retire la mano de las partes nerviosas de mi cuerpo, me coloque en el lugar de sus conquistas exóticas (ojo, no eróticas) y me toque perder la ilusión de llegar hasta donde hace estrip tis antes de dormir.

Mejor citemos, estos sí, epigramas bien logrados por expertos en el tema, que no se dejan arrastrar por un arrebato de senil pasión.

El siguiente epigrama es de Vicente Paredes Pardo, quien hace varias lunas hizo parte de la Tertulia Payanesa, y se refiere a un hecho real que sucedió a principios del siglo veinte en Popayán.

En esos tiempos se acostumbraba cuidar la virginidad de las señoritas como un tesoro y se las sometía a cuidados intensivos, como no tener novio sino hasta la edad de merecer que se ubicaba en los veintiún años. Pero como para el amor no hay barreras y si las hay se aplanan, resulta que un tal Bedoya de apellido, utilizaba el caballo para visitar a su novia clandestina que vivía en una casona de grandes ventanales. Bedoya se paraba en los estribos para alcanzar, cual nicho, a su amada en la ventana. De estas sucesivas visitas la doncella, a quien cuidaban tanto sus padres, resultó embarazada sin salir de casa. Enterado Vicente se jaló el epigrama que reza:

“La chica a quien Bedoya

con métodos recursivos

le hiciera perder la joya

sin perder él los estribos”.

Vicente Paredes Pardo algunas veces utilizaba el retruécano como recurso en sus epigramas. Los siguientes fueron citados en una sesión de la Tertulia:

“Le dijo a su esposo, Rosa:

la cosa que nos separa,

es simplemente una cosa:

la cosa que no se para”.

“Como hoy la virtud no cuenta

y el amor libre prospera

es lo mismo, quién creyera,

una parienta soltera

que una soltera parienta”.

Para que noten la genialidad de Vicente Paredes Pardo, relato dos anécdotas citadas por miembros de su familia.

En cierta ocasión, enfermó grave Vicente y en un dos por tres fue llevado de urgencia a la clínica Futuro, la que ahora llaman del Seguro Social y mañana quién sabe cómo le pongan. Tan grave estaba, que hasta le llevaron los santos óleos. El cura de confianza se encargó de la comisión.

Sin embargo, a los tres días del episodio Vicente estaba de maravilla. Alguien le preguntó que si estuvo a punto de morir, cómo era eso que ahora estaba sano, como si nada. Y Vicente, como si nada, aclaró:

-Pues hice lo de los empleados públicos: recibí los viáticos pero no viajé.

Otra anécdota:

En la calle del comercio de Popayán estaban, uno al lado del otro, los almacenes de Gustavo Porras y Elvio Muñoz. Elvio, desde muy joven, fue operado de la garganta, razón por la cual hablaba como si tuviera una flema a punto de escapársele.

Con los años, Gustavo le compró a Elvio su almacén; de ahí que por un tiempo Gustavo se paraba a la entrada del almacén de Elvio. Estaba en esas, cuando pasó Vicente Paredes Pardo y le gritó desde la acera de enfrente: “Hola, Gustavo, ¿vos cambiaste de almacén o el almacén cambió de voz?”

También Guido Enríquez relató el siguiente epigrama, cuando en cierta ocasión un extraño en la calle lo abordó efusivo: “¡le presento a mi noble y grande amigo, el poeta Daniel Gil Lemos!” La respuesta inmediata de Daniel fue:

“Lo de noble ya lo sé,

lo de poeta, convengo,

pero lo grande que tengo,

¿Cuándo me lo ha visto usted?”

Lo que sigue fue citado por un contertulio en carretera para que yo manejara el vehículo con sonrisa y sin sueño:

“Los vecinos de un pueblo del Levante decidieron comerse un elefante,

y el animal, celoso de su oficio,

con la trompa tapaba el orificio”.

Moraleja:

Al que le dan por el culo

es porque se deja.

“Voy a hacer un barbarismo

que nunca nadie lo ha hecho

y es ponerme bien arrecho

y metérmela yo mismo” .

Con estas picarescas estrofas, ¿quién duerme?

En visita de Noguera -sí, el de Las Américas- a la Tertulia nos obligó a reflexionar sobre la inteligencia de los ilustrados y la viveza de los deslustrados, después de oírle el siguiente relato:

Por esos azares del destino, en alguna oportunidad tuvieron que viajar juntos un eminente científico (PhD) y un campesino jornalero de escasos tres años de primaria. El viaje duraba casi diez horas en tren.

En tales circunstancias el científico se inventó un juego para que interviniera el campesino y así el viaje fuera placentero aunque no corto. El científico entró en diálogo con el campesino.

-Hagamos lo siguiente: usted me hace una pregunta; si no soy capaz de responder, le doy cien mil pesos. En cambio, si yo le hago la pregunta y usted no es capaz de responder, me da diez mil pesos. ¿Estamos de acuerdo?

El campesino asintió con la cabeza.

-Bueno, empiezo yo, dijo el científico. ¿Cuáles son las capas de un átomo?

El campesino, sin dudarlo, sacó los primeros diez mil pesos y se los pasó al científico.

-Ahora le toca a usted, dijo el científico.

El campesino preguntó:

-¿Cuál es el animal que por la mañana sube la montaña en tres patas y por la tarde baja en cuatro?

El científico se rascaba la cabeza, miraba para el horizonte, se cogía la nariz, tosía, carraspeaba, hasta que dándose por vencido sacó cien mil pesos y se los pasó al campesino.

Cumplido el compromiso, preguntó enseguida el científico:

-¿Y cuál es ese animal?

El campesino, otra vez sin dudarlo, sacó diez mil pesos y se los pasó al científico.

Algunas invitadas dejan su impronta femenina en visita a la Tertulia; así lo hizo Ruth, una promotora de proyectos culturales, cuyo nombre completo no supe por estar pendiente de su otra acompañante, culta, corta de palabras y larga de miradas.

Dos viejitos, hombre y mujer, regularmente iban al parque a arruncharse, vale decir, a acariciarse todo, incluidas las partes blandas, para no decir íntimas. Esa sesión la hacían todos los días en horas de la tarde, casi noche, cuando los conos y bastoncillos ópticos no distinguen un bulto alargado en la penumbra. El cuchitanteo se prolongó por varios meses.

Después de un tiempo prudencial -si lo extiendo se me mueren los catanos- el viejito fue al parque sin la querida de siempre y en cambio llevó a otra viejita igual de cariñosa, si no más. Enterada la primera le hizo el correspondiente reclamo al viejito:

-¿Bueno, y esa otra vieja qué tiene que yo no tenga?

El viejito, acompañando la respuesta con una tembladera, dijo:

-Parkinson, mija, Parkinson.

Como en una tertulia se habla hasta de los muertos, hubo una sesión donde sacaron tres cuentos de Manuel y Rodolfo, famosos en Popayán por ser millonarios y tacaños al extremo. (Precisamente fueron millonarios porque primero le jalaron a la tacañería.) La condición de famosos ha ido atenuándose después de que se fueron a abonar tierra de cementerio y los herederos volvieron caldo de cuyes la herencia.

El primero se refiere a esa vez que Rodolfo invitó a Manuel a comer gelatinas por la sexta con octava, donde Clemencia, que las hacía muy buenas. El plato lo servían con gelatinas de dos en fondo y un vaso de agua; Rodolfo pidió dos platos que valían cuatro centavos, a centavo la gelatina; el agua era gratis. Una vez terminado el par de platos, Rodolfo le dijo a Manuel que si quería más; Manuel dijo que sí. De inmediato Rodolfo ordenó:

-Clemencia, me trae otros dos platos pero sin gelatinas.

En otra ocasión Manuel se dedicó a perseguir, palo en mano, a un ratón que rondaba su casa, con tanto estruendo que los vecinos se dispusieron a ver el espectáculo.

Observaron que después de dar varias vueltas el ratoncito, cansado, se puso de rodillas; lloroso y suplicante le dijo a Manuel:

-Por favor Don Manuel no me mate, que yo sólo duermo en su casa pero como donde don Rodolfo.

En la piscina municipal se encontraron Manuel y Rodolfo, ambos en traje de baño, que tapaba más de la cuenta y destapaba un tris.

Les dio por ir una apuesta que consistía en que el que aguantara más resuello se ganaba cinco centavos. Pues Manuel y Rodolfo se tiraron a la piscina y se ahogaron.

lunes, 1 de junio de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo dieciocho de dos mil seis

Mientras escribo, estamos en procesos electorales para elegir representantes a las cámaras legislativas. Hay candidatos para todos, pero no hay electores. Algunos aspirantes al Congreso son tan ignorantes que ignoran  la inteligencia de los posibles votantes y lanzan frases huecas como: “La fuerza que decide”. Hasta donde alcanzan mis entendederas la fuerza no decide, la fuerza se impone. Había por ahí una candidata que era más realista y el eslogan de su campaña era: “En defensa de lo nuestro”. En la fotografía de la aspirante aparecía toda su familia, papá, mamá, esposo, hijos, sólo faltaba el perro. Creo que ella ganó porque el mensaje que llegó a sus electores era que defendía a su familia y si no salía electa pues se iban a la quiebra. En este caso el electorado fue solidario con ella y además le premió su franqueza. Después del éxito de esta candidata seguramente veremos en el futuro a otros ganadores con la misma fórmula y frases impactantes como: “Vote por mí, que estoy en la ruina”, “Quiero poner un negocio, vote por mí”, “Mis hijos quieren entrar a la Universidad, vote por mí y ellos irán”. Y si las cosas se degradan al extremo, es posible que veamos invitaciones a votar todavía más agresivas como: “Soy corrupto, vote por mí y haremos un gran negocio”.

 

Había también candidatos cándidos cuando en su publicidad decían: “Habla con la verdad”. Hasta donde sé, en política las verdades son relativas, no absolutas. Lo que para un político es verdad como por ejemplo aseverar que la causa de la pobreza está en el sistema político, para otro la causa está en el sistema económico y ambos tienen razón desde su concepción política. Bueno, me puse trascendental. Mejor no sigamos hablando de política, porque corremos el riesgo de ponernos de acuerdo.

 

Más bien sigamos repasando la publicidad de las campañas que es más frívola y se presta para rajar, que es nuestro deporte nacional. Me llamó la atención una valla inmensa que decía: “Todo se puede”. Este candidato no fue elegido, por lo tanto se cumplió la frase, todo se puede, hasta “quemarse”. Otra rezaba: “Honradez y trabajo”. Si fuera por honradez y trabajo, todos los colombianos de este y del otro montón saldríamos elegidos.     

 

Finalmente me acuerdo de una publicidad que reiteraba la salida de las ratas del Congreso. Según las últimas noticias,  el aspirante a la reelección como senador -titular de esa campaña-  no salió reelecto, entonces uno se pregunta: ¿salieron todas o algunas ratas del Congreso?

 

Hechas las sumas y restas y el consabido balance, la abstención alcanzó un guarismo de setenta por ciento. Esto quiere decir que el día de elecciones la inmensa mayoría de posibles electores le concedió más importancia a rascarse las partes más sensiblemente placenteras del cuerpo boca arriba, que a participar de un sistema democrático con el que no está de acuerdo.

 

viernes, 6 de marzo de 2009

Memorias de un hombre común

Marzo cinco de dos mil seis

Los niños son una delicia, en especial cuando tienen afinidad con uno, como ser hijos reconocidos. También hay sobrinos que a pesar de ser más cansones que pedalear en una bicicleta estática, tienen su encanto y traviesa inteligencia.

 

Algunos autores, artistas y filósofos denuestan de los niños, tal vez porque fueron víctimas de su tiranía natural. Alguien, escritora -tenía que ser mujer- dijo que le encantaban los niños, sobre todo cuando lloraban, porque “seguro,  llega alguien y se los lleva”. Los niños tienen la particularidad de producirnos emociones de todo tipo. Para  algunas personas que han trajinado la actividad intelectual, los niños son una molestia, como quitarse los pelos de la nariz con una tijera de tracción. De ahí que prefieran los perros: Es más  práctico recoger caca del piso, que quitársela de encima. Los alaridos, que no llanto, de los niños exaltan al máximo el sistema nervioso que impide la concentración mental necesaria para producir obras de arte. Los perros, en cambio, ladran cuando ven u olfatean un extraño, parecido al amo o un extraño parecido al perro. En los lugares de trabajo de  estos  especímenes  ermitaños casi nunca aparecen extraños, razón por la cual los perros no ladran, solo eructan para indicar que están debajo de la mesa.

 

Los niños, de otra o de la misma  parte, pueden llorar todo el día, y podemos  pasarnos ese y otro día exaltados averiguando por qué, sin conseguirlo. Por eso vemos en la galería de artistas, un sin número de solterones o padres solitarios  para quienes el arte antes que ser un juego de niños  es una actividad sobrenatural alejada de pañales, orines y caca apelmazada.

 

En otras personas más cercanas a la guacherna  -por ejemplo choferes de bus , taxis y camiones; coteros, albañiles de palustre , agricultores de azadón, mecánicos que se acuestan arrechos debajo del carro,  amén de trabajos similares- , los niños son alegría aún antes de nacer , antes de los nueve meses y más horas. Gracias, o a causa de su actividad física, los sementales referidos tienen este mundo poblado  de tiranuelos menores de cinco años. Y estos últimos  cernícalos son los que nos hacen la vida agradable aún en los momentos de degradación espiritual o malparidez,  como decía un primo que le debía a todo el mundo al cuatro.   

 

Voy a contarles algunas historias que ilustran lo espontáneos que son los chiquitines y la felicidad que encierra cada una de sus actuaciones. Estas historias son reales para que no vayan a pensar que tengo una imaginación desbordada como de escritor a sueldo.

 

En la época de tristeza por la desaparición prematura de un tío de ochenta y seis años, me comentaron en casa de mi madre que Laurita, una sobrina de cinco años,  linda como un aumento de sueldo inesperado, había estado observando el proceso de deterioro del tío abuelo. Por varios meses y cada vez que se agravaba el tío, los sobrinos más cercanos  lo llevaban al hospital cargado, como corresponde a un enfermo semiparalítico. La última vez que lo cargaron ya había fallecido y por lo tanto lo llevaron al ataúd que estaba en la sala; entonces Laurita se extrañó y les gritó: “¡Cómo se les ocurre meterlo en ese cajón, llévenlo al hospital!”

 

Sí, los niños son un encanto.

 

La misma Laurita, ahora que me acuerdo, cuando tenía cuatro años, había estado enferma  a tal punto que el médico le recetó unos remedios para tomar cada seis horas. Los jarabes eran horribles, tanto que para darle la primera dosis tuvieron que inmovilizarla de pies y manos unos tíos mayores. Sin embargo, Laurita estaba pendiente de la hora de tomar las medicinas. Cuando se estaba acercando la hora del brebaje para la segunda dosis, le dijo a su mamá: “Mamá, llame a mis tíos que me agarren los pies y las manos para poder tomarme el remedio”.

 

 

 

Hace varios soles, mi hijo Fernando, que para entonces tenía cuatro años me pidió que le comprara una patineta niquelada que en ese momento no estaba dispuesto a regalarle por el temor de que se quedara sin los dientes de leche, y además costaba una pequeña fortuna. Alegué imposibilidad económica y le dije francamente que no tenía dinero. Después del suceso me olvidé del asunto, recogí a mi familia para un pequeño paseo en automóvil y fui a una estación de servicio, eché gasolina y pagué. Al ver mi hijo Fernando que el vendedor sacaba un buen fajo de billetes para dar las vueltas, preguntó: “¿Papá, y usted porqué no se pone a vender gasolina?”

 

 

Las niñas y los niños tienen la inteligencia innata para interpretar las palabras tal como son y no con el sentido figurado que les damos los adultos. Y si no, veamos el caso de Pablito sobrino de escasos tres años. Una vez cansado de sus zapatos, decidió quitárselos frente a su abuela. La abuela le dijo al niño a manera de reproche y para evitar que lo hiciera: “Pablito, si te quitás  los zapatos te doy correa”.  Pablito se los quitó, salió hacia el otro cuarto y regresó con una correa en la mano y se la pasó a la abuela. Sobra decir que la abuela después de la sorpresa pasó a la risa y luego a la carcajada; mientras tanto Pablito no entendía por qué  a la abuela se le caían los dientes y los volvía a recoger.

 

 

A veces algunos niños entran en contradicción con la academia de la lengua como le pasó a un amigo mío con su hijo  de cinco años, cuando le explicaba el correcto significado del prefijo bi y para el efecto tomó unos ejemplos. “Mira hijo: binóculo es  el aparato que tiene dos lentes para ver de lejos; bicicleta  es ese medio de transporte que tiene dos ruedas, por lo tanto la palabra bi quiere decir dos”. “¡Ajá!”, exclamó el niño, “entonces cuando hablan dos personas es un biólogo”.

 

 

David, después de haber conocido colegios de todo pelambre llegó a uno de curas. Allí David, de catorce años, conoció la disciplina clerical que es peor que la castrense -le costriñen hasta creer en las vírgenes del barrio- pero le tocó amoldarse a las circunstancias, no fuera que se topara en el siguiente paso con una correccional.

En el tercer mes de estudio, apareció el cura rector en el salón de David para proponer un curso de liderazgo.

 

-¡Los niños que quieran ser líderes levanten la mano!

 

Todos levantaron la mano con excepción de David.

 

-Y usted David, ¿no quiere ser líder? Preguntó el rector.

-No padre, no quiero ser líder. Yo soy líder.

 

 

“Los viejos, entre más viejos más pendejos”, reza el dicho popular; y el “Pastuso” Burbano no fue la excepción, según lo demostró su nieto Raulito.

 

Cuando tenía más urgencia, el “Pastuso” sacó el carro, un campero chiquito e insignificante –como pan de entredía- para hacer una gestión en el centro de la ciudad, en compañía del nieto. Preciso cuando más apurado está el ser humano se encuentra el mayor número de obstáculos y el “Pastuso” halló un trancón inconmensurable. Entonces le dio por pitar frenéticamente hasta cuando Raulito, de quince años, le planteó serenamente una lección de filosofía:

 

-Abuelo, ¿para qué pita? El del afán es usted; los señores de adelante, como ve, no tienen afán.

 

 

Pregunta de un niño de cuatro años para que alguien me ayude a responder:   

¿Para qué sirven las montañas? 


domingo, 22 de febrero de 2009

Marzo primero de dos mil seis

Colombia es un país que, por lo que nos han dicho, ya entró en la era de la informática. Aquí, todos tienen computador, hasta uno. Por todas partes, nos dicen que el sistema se cayó, cuando no nos quieren atender; que usted no puede hacer ese reclamo por que no está metido en el sistema; que los pobres - que son bastantes y prolíficos- deben meterse a Internet para que les paguen el Sisbén, (el Sisbén es un sistema de auxilio para que los pobres se enfermen y mueran, felices y despacio)  y como no saben qué diablos es eso, pues no les pagan; que para enamorar solo basta enviar un correo electrónico -en inglés le dicen E-Mail que quiere decir lo mismo, solo que para pronunciarlo tiemblan los dientes postizos-  en vez de llevar una serenata con mariachi, que aquí en Popayán sale bien cara, no por lo que cobran los músicos sino por lo que beben.  Al fin de cuentas,  todo se mueve -o se atranca- por los tales sistemas.

 

Pero, ¡Oh paradoja!  En la era de los sistemas de información las actividades importantes se manejan al estilo antiguo de papel y lápiz. Mire bien, ponga oído que no es paja como esa que le echan en campaña electoral: reducir la miseria sin reducir los miserables; acabar con la pobreza sin acabar con los pobres.

Resulta que, desde cuando yo la jalaba al primer onanismo, los bancos han tenido el horario de ocho de la mañana a once y de dos a cuatro de la tarde. En esos tiempos, todavía memorables, no había tantos clientes y con tanta plata, las filas no existían, tampoco se habían inventado las salas VIP -very important pueblo, según mi profesor de inglés- y  las cajas rápidas -que con cada avance tecnológico se vuelven  más lentas-; los celadores tenían la misma sonrisa que el gerente y por eso uno los confundía. En esos tiempos, uno veía normal ese horario y si por alguna circunstancia un curioso desocupado -que ya los había- preguntaba porqué, el gerente en persona lo invitaba al Café Alcázar a tomarse un tinto -que era expreso y con vaso de agua, no como ahora que lo cobran caro y le quedan debiendo el agua- y hacía una disertación tan  lúcida que no parecía economista.    

 

Mire caballero, el horario establecido para el servicio bancario obedece a que utilizamos el tiempo comprendido entre las ocho y once de la mañana para atender el público como usted ve . Entre las once  de la mañana y doce del medio día nuestros empleados, antes de cuadrarse, cuadran caja, ingresos recibidos contra egresos emitidos y asentamiento de registros. Nuestros empleados tienen que llevar un riguroso control de sus transacciones en unos formularios pre-elaborados que deben llenar con bolígrafo negro y no debe haber errores. Deben coincidir las cifras en el papel con los valores en caja. Hecho esto, a las dos de la tarde el banco está listo para atender otra vez al público. A las cuatro de la tarde, se termina el servicio y los empleados hacen lo mismo que en la mañana para registrar el movimiento diario. Como usted comprende, nuestros procedimientos obligan a cerrar la atención a nuestros clientes a las once de la mañana y a las cuatro de la tarde de lunes a viernes. El sábado no trabajamos.

 

Ahora vienen mis raciocinios y elucubraciones para asegurar que los sistemas de información sirven para lo mismo que sirve una guadaña en una taberna, por lo menos hoy y en nuestro medio. En el tiempo que corre los bancos siguen atendiendo como hace cuarenta años.

 

Si es cierto que los sistemas de información hacen lo mismo que hacían los empleados de hace lustros, pero más rápido, no se requiere cerrar los bancos a las once de la mañana y a las cuatro de la tarde. Ese tiempo debe usarse para atender la clientela dispersa que comprende desde el mensajero descachalandrao  hasta el comerciante remilgao pasando por  el acaudalado comemocos. El horario de atención al público debe ser de ocho de la mañana hasta las doce del medio día y de las dos de la tarde hasta las seis, o en jornada continua, como se acostumbra en las entidades públicas cuando el jefe es sindicalista, que hace cumplir las ocho horas hábiles. Si el sistema funciona, no puede haber más colas que las de nuestras divas y alguna que otra empleada del banco.

 

Pero el sistema solo funciona a favor del banco y en contra del cliente. Si a usted el banco le manda una ejecución de pago por cualquier concepto -ahora le dicen producto, tergiversando la bella labor de quien crea y construye por la de quien especula y roba- digamos de trescientos sesenta mil doscientos pesos con cincuenta centavos, cuando va a pagar, el cajero -un dictadorcito que maneja un poder chiquito- le dice que tiene que redondear la cifra porque el sistema no reconoce los centavos. Usted está frente a dos opciones: quitar los cincuenta centavos o aproximarlos al peso. En el primer caso, al mes siguiente usted es deudor moroso de cincuenta centavos -ahí el sistema sí los reconoce- y le colocan el aviso de ¨ páguese de inmediato ¨. Si decide pagar, tiene que desembolsar un peso porque, otra vez, el sistema no reconoce los centavos. Si usted no paga y se olvida, la deuda se le incrementa hasta un límite que pone en peligro sus finanzas por el consabido ¨ cobro jurídico ¨. En el segundo caso, aproximar los cincuenta centavos al peso, es como si el banco lo robara; pero como usted, individuo solitario, al igual que la vecina buena de al lado, el sistema tampoco reconoce, nunca haría un reclamo de esa naturaleza, sucede que un millón o más clientes piensan lo mismo y el valor robado, ya considerable, ingresa a diario a las arcas del banco.

Por eso digo con infalibilidad papal que los bancos son ladrones; fuera de la plata que le quitan, le roban tiempo al cliente obligándolo a hacer filas apeñuzcadas que se mueven al vaivén de un caracol renco.  

  

(En el antiguo y extinguido Banco del Estado de Popayán trabajaba Mario que era contador -juramentado pero no titulado- y cajero a la vez. Mario poseía una memoria envidiable que refrescaba diariamente con su trabajo de revisión de cuentas corrientes y de ahorros. Conocía todos los clientes y su estado de cuenta hasta los centavos, de tal manera que cualquier saldo que le pedían lo decía al instante sin la menor equivocación. Pues bien Mario fue víctima de la tecnología; cuando se implantó el sistema telecuenta, donde todos los datos estaban incluidos en una base de datos de computador, los directivos consideraron que Mario ya no era útil y lo relegaron a revisor manual en un cubículo clandestino. Los clientes protestaron porque el saldo se les demoraba, el pago de cheques se volvió tardío, la respuesta del sistema también; la cajera, linda pero con un angstron de memoria, no se acordaba del cliente ni qué le había pedido, hasta que finalmente se fue la luz -ahora dicen más técnicamente se reseteó la fuente de energía eléctrica- y la base de datos quedó en blanco, mejor dicho en negro como el salón; fue la primera caída del sistema. Los directivos no tuvieron más remedio que llamar a Mario quien, en un dos por tres, despachó a la clientela que entre satisfecha reclamaba: Cómo se les ocurre cambiar a Mario por cajeras con aparatos que no funcionan.

De todas maneras, con el tiempo, la tecnología se impuso y Mario pasó a ser un jubilado de portentosa memoria que hizo quedar en ridículo el sistema telecuenta, que los mismos usuarios apodaron ¨ cuenta lenta ¨.) 

 

Un amigo germano de nombre impronunciable a quien nosotros llamamos más fácil Yorye, tiene mucho de colombiano y casi nada de alemán por aquello de que olvidó su rigor y disciplina en aras de pasarla chévere con sus amigos colombianos embutiendo cerveza y rajando de nuestros semejantes, me comentaba un episodio que vivió en Europa y que nos sirve para destacar nuestro desorden en la organización del tránsito, y más preciso en el control de vehículos. Decía Yorye que en Madrid le gustó un automóvil antiguo y en buen estado que vendía a precio de huevo su propietario. El carro era adecuado para emprender el recorrido con su familia -toda colombiana menos él- hasta su natal Alemania y por eso regateó -eso se lo enseñamos nosotros- y lo compró. Una vez hecho el negocio, pago y entrega de la tarjeta de propiedad con llaves y carro, reanudó su viaje por casi media Europa, sin problemas de aduana en las fronteras, sin problemas de placa y sin pago de ¨mordidas¨ como se acostumbra en este país de América latina. Yorye extendió su viaje hacia otros países ya en plan de turismo adicional y en Suiza un ciudadano -de esos que no saben qué hacer con la plata- le propuso compra del vehículo. Nuestro amigo alemán dudó, al estilo colombiano, que esa venta fuera posible por los trámites, aunque la oferta era encantadora dado el volumen de ceros a la derecha, tanto que podría subirse al avión con su familia y llegar a Madrid para retornar a Colombia y sobraba plata para comprar cerveza en Popayán. El suizo -más alemán que el alemán- le aclaró que la compraventa era perfectamente posible por cuanto en la Comunidad Europea todos los vehículos están registrados  y si un vehículo se vende en un país distinto al de su origen, pues con la tarjeta de propiedad, ante las autoridades de tránsito, se actualizan de inmediato el traspaso, la baja de la placa original y la expedición de una nueva. Estas novedades se registran simultáneamente tanto en España como en Suiza. Los costos de la operación son aceptables - bueno, para lo europeos- y los asume el comprador.

 

Se demuestra que en Europa los sistemas de información sí funcionan.

 

Aquí en Colombia nuestros funcionarios son complicados y desordenados como el sistema de control. Un alto funcionario decía públicamente que los controles eran dispendiosos porque había mucha trampa en las operaciones de compraventa de vehículos y por lo tanto no se podían simplificar. Cuando es todo lo contrario: Como hay desorden en la administración y abundancia y complicación de trámites, se aprovechan los delincuentes para hacer sus fechorías. Si todo fuera más sencillo y ordenado habría mayor y mejor control. Esto lo sabe hasta un vendedor de aguacates.  

 

 

Como desocupado que creen que soy por mi calidad de trabajador nominal retirado, me ordenan hacer mandados mis familiares y amigos que todavía trabajan. Ellos están seguros que cuando a uno lo retiran de la nómina entonces se dedica a vegetar -a llenarse de gordana y colesterol- y para evitar que uno se acoquine, le hacen el inmenso favor de ponerlo a trabajar de mandadero.

En uno de estos mandados llegué al distrito militar a reclamar un recibo para pagar la libreta militar de un familiar. Eran las ocho de la mañana; un sargento gordo y bajito me ordenó sacar ficha. Me devolví a la entrada donde un recluta con ínfulas de oficial ante los civiles, me tomó los datos y me dio una ficha, grande e incómoda, como placa de reo, que no podía acomodármela en los bolsillos y me dijo siéntese y espere que lo llamen.  Me senté media hora y me llamaron.

-         ¿Al señor qué se le ofrece? Me preguntó el sargento.

-         Vengo a reclamar el recibo de pago de la libreta de Pascual López. Aquí tengo la boleta de entrega de los documentos.

-         ¡Jiménez!

-         Si, mi sargento.

-         ¡Traiga el expediente de Pascual López!

-         Como ordene, mi sargento.

-         Usted, siéntese y espere hasta que lo llamen.

 

Me senté otra media hora, que aproveché para ver la cara de aburridos de los vecinos, tanto que no les provocaba hablar. Aquella oficina parecía una fiscalía o un juzgado por aquello del expediente que sonaba a sindicado y no a ciudadano que intentó defender la patria.

Me llamaron para verificar la documentación y la pasaron al oficial, que supongo hace una última revisión.

 

-         Siéntese y espere que lo llamen.

 

Me volví a sentar media hora. A pesar de mi paciencia ya empezaba a emberracarme por dentro porque ni modos de hacerlo por fuera, cuando me volvieron a llamar y pasé donde el oficial.

-         ¿El señor ya sabe cuánto tiene qué pagar?

-         Si, señor.

-         Bien, pase enseguida que ahí le expiden el recibo.

-         Gracias.

 

Pasé donde otro suboficial que parecía una garza, porque no le miraba sino el pescuezo. Me recibió la documentación ya visada por el oficial.

     -¿Sabe cuánto tiene qué pagar?

     - Si, señor.

     - Siéntese que yo lo llamo cuando tenga listo el recibo.

     - Gracias.

 

Me senté mi última media hora, al cabo de la cual la garza me entregó el recibo para pagar en el banco el valor de la dichosa libreta militar de segunda.

 

No se cómo funcionan los militares en el campo de batalla pero si en procedimientos administrativos sencillos hay una larga cadena de mandos y si por el volumen de solicitudes no se adopta la sistematización, la guerra está perdida.

 

Estoy seguro que un estudiante del Sena les diseña un sencillo programa de información que funcione -y gratis, con tal que no lo manden a pelar papas al rancho- y puede ser usado por dos funcionarios para atender el alto número de ciudadanos que requieren que no los manden a pelear por segunda vez y más bien les definan la situación militar. En ese sistema, cuya inversión sería mínima, se tendría sistematizada hasta la documentación que se revisaría una sola vez y automáticamente se liquidarían los valores a pagar.

Así un trámite que se demora dos horas se haría en media hora o menos, si se introducen las últimas tecnologías.

 

Pero no nos digamos mentiras, en algunos casos hay sistemas de información que no sirven p´a  pito y en otros, cuando no los hay, tienen que apoyarse en la sabiduría y paciencia del cliente o usuario o sindicado.

 

 

 

 

Si es cierto que los sistemas de información contienen nuestros datos más íntimos, incluido el número de piojos ñatos de cada ciudadano, no entiendo  -y seguro que un PhD tampoco- porqué cuando se va a pagar la mensualidad de la EPS (creo que quiere decir entierros por salario), se tiene que llenar un formulario descomunal con la misma información que ya reposa en el sistema. La EPS y el banco solo necesitan saber quién pagó, a quién se pagó y cuánto, lo demás es redundancia y tortura para el pobre y paciente aprendiz de Job.

 

Si es cierto que los sistemas de información funcionan, aun no encuentro la razón  por la cual un anciano de más de noventa años, tiene que levantarse de la antesala del cementerio, mejor dicho de su alcoba,  hacer fila en la notaría para que le expidan un certificado de supervivencia  que garantice que todavía come, duerme  y  paga -¡diablos, se me fue la p por la c!- y poder recibir el pago de su  anémica pensión.

A mi me parte el alma -y quisiera partírsela a los funcionarios públicos-  ver a una ancianita, más vieja que el anterior, que casi no ve y oye menos, apoyada en su lempo de nieta,  posando para que el notario le establezca un parecido lejano entre la foto descolorida de su cédula y su cara surcada por las líneas de la vida. Luego, el segundón de la misma notaría, le mete el índice derecho de la pobre viejecita en una caja con tinta de pulpo para marcar su huella negra, donde no hay líneas de código sino arrugas entreveradas.

 

Después de esta ceremonia del medioevo, le emiten el dispendioso certificado que asegura que todavía esta viva, incluso a pesar de haber visto la sombra del notario.

 

Si nuestro Estado fuera organizado bajo los tales sistemas de información, las actas de defunción deberían volcarse  en el sistema -diría en lenguaje técnico transcribir la información del papel a la máquina- máximo en tres días que es lo que dura un cuerpo con colonia antes de empezar a oler feo y así se actualizaba la baja de la víctima. El sistema  y Colombia, en forma expedita, tendrían un ciudadano menos que ya no cobraría  pensión. A la bisconversa, si el sistema sigue crucificando al escuálido aspirante a integrar la eternidad, es porque el pensionado está vivo y el estado debe saberlo. Luego no debería exigirle que demuestre que está en pantalla, mejor dicho coleando. Aquí debe invertirse la carga de la prueba.

 

Lo mismo ocurriría con los nacimientos. Si nace un nuevo vástago, así sea en la calle del hospital pediátrico como se acostumbra ahora, debe haber un acta de nacimiento cuya información se volcaría -otra vez ese término de siniestra evocación-  al sistema y así el estado sabría que ha nacido un nuevo contribuyente, un nuevo votante, un nuevo entelerido, un nuevo consumidor, un nuevo sumbambico. Resumiendo: un nuevo ciudadano que tiene derecho a ser, y el estado a contar.

 

Pero esto es ciencia ficción; volvamos a la realidad que duele tanto como subirse el cierre de la bragueta con una pelota afuera.  

sábado, 29 de diciembre de 2007

Febrero 28 de 2006

Un viejo amigo, menos joven que yo, -lo cual, quiere decir, que lo exalta a la especie de inmediata extinción- en su mejicanezgo acento pitingo, argüía que nuestra juventud estaba en crisis existencial porque no le encontraba sentido a la vida. Que los jóvenes habían olvidado los valores que a perrero les habían inculcado los padres propios, los padres de sotana y hasta los hermanos maristas; que los jóvenes de hoy día no tienen respeto ni por la persona que está al otro lado del espejo; que ya no creían en la virginidad de María -si, la encañengada-; que para ellos la santísima trinidad es la cuchibarbi que va tres veces a misa el mismo día; que de política saben lo mismo que de ecuaciones integrales con límites de frontera incierta; en otras palabras, que la crisis era de tal importancia que una forma fácil de salir de ella era usando corbata de polipropileno o de guasca, claro, violando la ley de la gravedad: corbata para arriba y lengua para abajo. Esta forma de evasión se ha vuelto común y es muy macabra, tanto como tener una deuda con la DIAN, bajo el rótulo de INMEDIATA EJECUCIÓN.

Mi amigo que de psicología sabe lo mismo que yo de mandarín, quería arrimarse a las causas de las evasiones infantiles y juveniles y remataba con posibles soluciones. Yo, atento, cual pachecha en el sermón de las siete palabras, solo inclinaba la cabeza para, en seguida, dar mi aprobación. Decía que a los hijos desde que nacen, hasta cuando se les irritan las gónadas -los óvulos, si es mujer- , hay que darles mucho cariño, que nada de fuete ni garrote, que este último es para la mujer en caso que uno necesite desahogarse. Decía que el cariño hacia los hijos debía ser sincero y visible como un abrazo o una caricia y permanente como la compañía de la suegra. Según él, la causa principal de las evasiones juveniles es la falta de cariño de las personas más importantes, como son los padres, hacia sus hijos. (Mi amigo quiso hacer una demostración práctica de cómo se da cariño, pero ahí si reculé.) También incluía en las causas, la falta de sitios de recreación sana en nuestra ciudad. Me decía que aquí los jóvenes no tienen a donde ir en plan de liberación física o rumba programada y de ahí que improvisan lugares hacinados, proclives al vicio extremo. Si los jóvenes carecen de recreación y cariño, así como nosotros de amor y deudas, lo más seguro es que se busquen o inventen o se llegue a la depresión profunda y ahí surge el peligro de la evasión. Mi amigo, cual candidato primíparo al congreso, me convenció con sus sólidos argumentos elementales que no me quedó de otra sino aprobar por unanimidad que esas eran las verdaderas causas de nuestra desgracia. Ya, convencido hasta los tuétanos, me iba a retirar con la caballerosidad propia de quien tiene una micción aplazada, cuando mi amigo, me agarró del brazo y me sentó en la banca centenaria del parque idem, y me dijo, cual testarudo filósofo de las calles : Te voy a plantear las soluciones.

Aquí los alcaldes y jefes de planeación son chichigüeros, planean a tres años su gestión, que es lo que dura su mandato. Por eso los ves remendando calles que hay que volver a construir; repintando señales de tránsito en vez de colocar nuevas, para que los turistas se orienten y no queden más varados que un colchón en un remolino, en fin, haciendo obritas chiquitas para dar trabajito a unos desempleaditos.
Si, por el contrario, tuviéramos autoridades con visión a diez o quince años -lo que duraba un matrimonio antiguo- es muy posible que la planeación derivara en proyectos de envergadura y podríamos contar con un gran centro de recreación y un entorno de ciudad más amigable, donde valga la pena vivir para comer prójimo. La solución es la planeación a mediano plazo con ajustes periódicos. A estas alturas de la disertación, mi vejiga ya se había extendido tanto que el esfínter correspondiente daba paso al orín que rastrillaba mi uretra. Fue entonces cuando exclamé: ¡Ay jueputa! Ves, me dijo el amigo, ya me estás dando la razón. Acto seguido me disparé, cual torero sin capote, al orinal del Café Colombia.

Febrero seis de dos mil seis.

Hace poco, un cuasi cantante corroncho decía que para ser universal había que referirse a la tierra de uno. No sé si el gaznate criollo alcanzó el reconocimiento público, pero yo, mejor dicho el suscrito, sí estoy dispuesto a que conozcan el lado anverso de mi terruño, lo de la universalidad se lo dejo a los paisas y costeños que usurpan la televisión colombiana.
Aquí, en mi ciudad, donde alguna vez existió el respeto, -esa virtud que permite auscultar en las otras personas lo importante que somos- se obliga a los viejitos y semiinválidos a ser alpinistas en los andenes, porque otros ciudadanos le conceden más importancia al garaje del carro, al construir rampas de cerámica, con desniveles de miedo. Si fuera ciudadano de poder -es decir con plata de lavandería- le diría al alcalde que reglamentara los andenes para que fueran de un solo nivel, por donde puedan caminar sanos, enfermos, cojos y viejos en igualdad de condiciones. Esto se llama democracia posible. Claro, no faltarán los propietarios que prefieran ver a un octogenario prostático rodando hacia la calzada, antes de que pase el bus, a un chueco hacer la triple parábola antes de caer panza arriba, que su carro subiendo en uno o dos niveles, hacia el garaje, respetando el del andén. Esto se llama democracia selectiva. Pero el burromaestro no me va a oír, porque la plata que tengo la conseguí con el antiguo sistema de trabajar y es tan poquita, que solo me alcanza para tener capacidad de enculebramiento con las vecinas, porque los maridos no prestan.

Si usted conoce el centro de Popayán, se habrá dado cuenta que está rodeado de vehículos por todas partes y por esquivarlos, no ve y menos sabe, que el reloj de la torre lo tiene parado; que el edificio de la gobernación permanece cerrado, salvo en manifestaciones de maestros, cuando abren el garaje y las ventanas de arriba; que la alcaldía tiene cuatro portones y ninguna entrada; que en los bancos hacen filas tan largas que compiten con la organización empresarial de loteros, vendechucherías y emboladores de la calle; que los jubilados, más viejos que las araucarias que los sombrean, esperan en vetustas bancas del parque de Caldas el advenimiento de una nueva mesada, mientras tanto, son los únicos espectadores del grupo boliviano de música andina que vino de lejos a comprobar que aquí también se aguanta hambre; en fin, si a usted no lo atropella un carro, una moto, una bicicleta y hasta una carretilla es porque no está en el centro de Popayán. En Paris, donde tuve la oportunidad de pasear, gracias a un documental de Discovery Channel, la parte central es peatonalizada y permite que los parisinos y turistas caminen, se conozcan y enamoren sin temor a encontrarse con ruidos de motores, ni toser por el paso de una estela de humo encabezada por un ruido con silueta de motociclista. En mi ciudad no se peatonaliza el centro porque los comerciantes creen que a pie no andan si no los varados y estos no compran, por eso no lo permiten; los funcionarios públicos quieren llegar en carro hasta el zaguán de la oficina y también se oponen; los propietarios de buses, busetas y colectivos, amén de los taxis, consideran que la clientela aborta la pereza y si caminan tres cuadras, pues caminan otras tres y llegan a sus casas, de ahí que lo impidan; los médicos, que en estos tiempos saben más de variables de mercado que de venas várices, tampoco dejan, porque al caminar, su potencial clientela mejora la circulación sanguínea, elimina la hipertensión; los triglicéridos y el colesterol se vuelven agua potable y en consecuencia, sin enfermos terminales, bajan, como en tobogán, las tasas de utilidad económica y el negocio se va pa’l carajo.
Como ustedes ven, hay razones de sobra para no hacer las cosas. En mi tierra es muy fácil destruir y harto complicado construir.

martes, 27 de noviembre de 2007

FEBRERO 10 DE 2006

Hace poco, un cuasi cantante corroncho decía que para ser universal había que referirse a la tierra de uno. No sé si el gaznate criollo alcanzó el reconocimiento público, pero yo, mejor dicho el suscrito, sí estoy dispuesto a que conozcan el lado anverso de mi terruño, lo de la universalidad se lo dejo a los paisas y costeños que usurpan la televisión colombiana.
Aquí, en mi ciudad, donde alguna vez existió el respeto, -esa virtud que permite auscultar en las otras personas lo importante que somos- se obliga a los viejitos y semiinválidos a ser alpinistas en los andenes, porque otros ciudadanos le conceden más importancia al garaje del carro, al construir rampas de cerámica, con desniveles de miedo. Si fuera ciudadano de poder -es decir con plata de lavandería- le diría al alcalde que reglamentara los andenes para que fueran de un solo nivel, por donde puedan caminar sanos, enfermos, cojos y viejos en igualdad de condiciones. Esto se llama democracia posible. Claro, no faltarán los propietarios que prefieran ver a un octogenario prostático rodando hacia la calzada, antes que pase el bus, a un chueco hacer la triple parábola antes de caer panza arriba, que su carro subiendo en uno o dos niveles, hacia el garaje, respetando el del andén. Esto se llama democracia selectiva. Pero el burromaestro no me va a oír, porque la plata que tengo la conseguí con el antiguo sistema de trabajar y es tan poquita, que solo me alcanza para tener capacidad de enculebramiento con las vecinas, porque los maridos no prestan.

Si usted conoce el centro de Popayán, se habrá dado cuenta que está rodeado de vehículos por todas partes y por esquivarlos, no ve y menos sabe, que el reloj de la torre lo tiene parado; que el edificio de la gobernación permanece cerrado, salvo en manifestaciones de maestros, cuando abren el garaje y las ventanas de arriba; que la alcaldía tiene cuatro portones y ninguna entrada; que los bancos hacen filas tan largas que compiten con la organización empresarial de loteros, vendechucherías y emboladores de la calle; que los jubilados, más viejos que las araucarias que los sombrean, esperan en vetustas bancas del parque de Caldas el advenimiento de una nueva mesada, mientras tanto, son los únicos espectadores del grupo boliviano de música andina que vino de lejos a comprobar que aquí también se aguanta hambre; en fin, si a usted no lo atropella un carro, una moto, una bicicleta y hasta una carretilla es porque no está en el centro de Popayán. En Paris, donde tuve la oportunidad de pasear, gracias a un documental de Discovery Channel, la parte central es peatonizada y permite que los parisinos y turistas caminen, se conozcan y enamoren sin temor a encontrarse con ruidos de motores, ni toser por el paso de una estela de humo encabezada por un ruido con silueta de motociclista. En mi ciudad no se peatoniza el centro porque los comerciantes creen que a pie no andan si no los varados y estos no compran, por eso no lo permiten; los funcionarios públicos quieren llegar en carro hasta el zaguán de la oficina y también se oponen; los propietarios de buses, busetas y colectivos, amén de los taxis, consideran que la clientela aborta la pereza y si caminan tres cuadras, pues caminan otras tres y llegan a sus casas, de ahí que lo impidan; los médicos, que en estos tiempos saben más de variables de mercado que de venas várices, tampoco dejan, porque al caminar, su potencial clientela mejora la circulación sanguínea, elimina la hipertensión; los triglicéridos y el colesterol se vuelven agua potable y en consecuencia, sin enfermos terminales, bajan, como en tobogán, las tasas de utilidad económica y el negocio se va pa’l carajo.
Como ustedes ven, hay razones de sobra para no hacer las cosas. Es que en mi tierra es muy fácil destruir y harto complicado construir.