Abril siete de dos mil seis
Cuando uno no tiene nada que hacer, seguro alguien lo ocupa o lo pone a trabajar. Ayer me encontré a un ex-compañero de empresa -donde hacía lo que hago hoy, con la diferencia de que ahora se dan cuenta- que me recordó varios de los episodios anecdóticos que vivimos y que fueron tema de conversación en reuniones sociales de fin de año. El amigo me invitó a que recopilara esos eventos porque, según él, tengo buena memoria -eso de que no olvido las deudas, no quiere decir- para repasarlos el fin de semana alrededor de unos vasitos que se transparentan con un líquido que no se ve de principio a fin pero que ennoblece y transforma hasta el punto de volverse uno actor, prestidigitador, seductor -si hay alguna dama cerca-, hermano y hasta compadre de los recién conocidos. Como también presumo de bohemio, dije lo que toda dama dice después de un asedio de años: “Sí”.
Y aquí está la recopilación. En la reunión no cambio los nombres pero aquí sí, por aquello del respeto a los implicados. Y quién quita, al contrario del corroncho aquel, que ninguno quiera alcanzar la dimensión universal.
Aquí, en mi ciudad, el gerente de turno una vez citó a reunión urgente a todos los jefes de sección, jefes de grupo y de área. El propósito de la aglomeración de jefes era escuchar el último chiste en boca de quien quitaba y ponía en la gerencia.
-¡Y usted por qué no se ríe!
Torres Gallo era supervisor de líneas en la gerencia del Cauca, un cargo importante de la época. En ese tiempo, cuando las culebras tenían patas, había llegado un nuevo gerente, que una vez le cogió confianza al supervisor, le solicitó que fuera el sábado siguiente a su casa para llevar a su esposa a hacer el mercado en el único campero que poseía la empresa, un Land Rover modelo mil novecientos sesenta y ocho.
Torres Gallo se puso serio y le aclaró:
-Sepa y entienda, mi señora, que yo soy el supervisor de líneas y cables de la empresa nacional de telecomunicaciones.
-¡Ve qué cosita, y hasta creído resultó el chofer!
Daniel Bustos, un antiguo jefe de la empresa en Buga (Valle), fue comisionado para reemplazar un turno de vacaciones del jefe de la empresa en Popayán. Eran los tiempos en que se daba manivela a los teléfonos.
-¿Y como qué cosa grave puede suceder?
-Por ejemplo, que alguien se muera.
-¡Pues entiérrenlo!
Mario, revisor de auditoría de la empresa, había faltado a su puesto de trabajo y se rumoraba que estaba bastante enfermo. Después de un largo tiempo, Mario apareció en la cafetería y el ingeniero Marco, también de la empresa, con su característica sonrisa se le acercó y lo saludó efusivo:
-Pues cómo le parece, ingeniero, que estuve con un pie en la caja y el otro en la tierra.
-¡Uuy! ¿Estuvo a punto de morir?
-No, me estaba haciendo embolar.
Eso de ser tribuno no es para todos. Un jefe de oficina de la empresa, en un pequeño pueblo fue obligado por las circunstancias a inaugurar un servicio en una vereda, antecediendo en la palabra al gerente de entonces. Después de enredarse con casi todas las frases que dirigió a la concurrencia, atinó a cortar el discurso improvisado diciendo: “Yo como soy malo para hablar paja, mejor que hable el gerente”.
En toda empresa siempre hay un empleado que presume lo que no es. En la nuestra ese empleado era celador y como el tipo era impecable en el vestir, con kepis y uniforme bien planchado, mantenía ínfulas de persona importante. En cierta ocasión llegó un periodista a la puerta de acceso y preguntó:
-¿El señor gerente?
-No, el celador Jaime Ordóñez.
Cuando todavía existían las líneas físicas, los llamados guardalíneas y obreros eran personas importantes en las comunicaciones, aunque bastante ordinarios en el trato. En cierta ocasión al llamado gerente regional, quien administraba una vasta zona que incluía a Valle, Cauca y Nariño, le dio por hacer una reunión en Popayán con los guardalíneas y obreros. Después de la demagogia que se mandaba el gerente, sobre cómo trabajar, cuando ni siquiera conocía un villamarquín, animó a los asistentes para que manifestaran las quejas e inquietudes que tenían. Preciso se levantó un obrero a quien apodaban “Chiguaco”, que dijo más o menos lo siguiente: “Doctor, pues yo estoy de acuerdo que entre compañeros haya más respeto, porque entre nosotros nos llamamos por apodos y eso no debe ser. Nosotros somos personas que tenemos un nombre y entonces pues nos llaman por apodos y eso a uno le da rabia”. Y, dirigiéndose al supervisor, como para tener su aceptación, le preguntó: “¿No es cierto, don Chigüiro?”
Por intrigas politiqueras nombraron a un ingeniero -¡pero qué clase de ingeniero!- como jefe de esta importante oficina de comunicaciones del norte del Cauca. Durante el mandato de este espécimen llegaron unos agentes de seguridad del Estado a solicitarle un permiso especial para monitorear unas líneas telefónicas rurales cercanas al corregimiento de Mondomo (Cauca). El ingeniero los envió con una nota interna donde Raymundo, experto de la central telefónica, para que hiciera los puentes técnicos correspondientes y les facilitara a los sherlock holmes colombianos su labor. Cuando llegaron los agentes y le extendieron la nota al técnico, éste les dijo:
Después de asistir a un curso que duró dos semanas en Bogotá, el negro Mina y yo estábamos más aburridos que mujer recién abandonada. Ese viernes hacia las cinco de la tarde quedamos listos para viajar, el negro a Cali y yo a Popayán. Mina viajaba el sábado en Avianca a cualquier hora, en cambio yo tenía que madrugar, también el sábado, a las seis, porque el vuelo de Intercontinental salía a las siete de la mañana y no había más por ese día.
La señora donde nos alojábamos -una residencia donde cabía el negro y yo en una pieza pero en diferente cama- nos ofreció un agasajo de despedida que incluía comida, trago y baile, para que se nos olvidara lo que habíamos aprendido. Ya en plena parranda, le comenté al negro mi preocupación por la madrugada, vaya y no me levantara a las seis, perdiera el vuelo y, obligado, tuviera que quedarme en Bogotá sin plata hasta el domingo.
En la algarabía de imágenes de borracho trasnochado oía al fondo unos gritos persistentes que no me dejaban dormir:
-¡Víctor! ¡Víctor!
-Son las ocho.
-Pero si mi vuelo era a las siete y tenía que estar a las seis en el aeropuerto. Ya lo perdí.
-Tranquilo, Víctor, me dijo el negro corriendo las cortinas y abriendo sus ojos trasnochados de tono café con leche como de grata sorpresa al ver el cielo gris, ese vuelo no ha salido porque el cielo está encapotado. Seguro que si te vas ya, lo alcanzás.
-Uuf, señor, ese avión ya está en Popayán. Salió a las siete de la mañana.
Quedé como quien recibe la noticia de la muerte de un negro querido. Me echaba la culpa, le echaba la culpa al negro; al final desfogué mi piedra con un vigilante, que por mi aspecto y olor me confundió con un reciclador.
Decidí ir hasta la Terminal de Transportes, con la esperanza de dormir las doce horas que dura el viaje en bus. Todo por hacerle caso al negro.
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